domingo, 4 de septiembre de 2011

El final de las vacaciones


Hoy se terminan las vacaciones, al menos en este pueblo que nunca fue el mío, pero sí el de mis antepasados, de los que, por cierto, aquí ya no queda ni el rastro. Un pueblo que puede presumir de sus quinientos años de historia, un enclave en mitad de las sierras que bajan hasta Granada fundado por orden del rey Carlos I en 1508 para repoblar las tierras conquistadas a los moros. De hecho, dos medias lunas comparten sitio en el escudo de la villa con una cruz de Santiago, patrón local. Quién mejor que Santiago Matamoros para protegerles de un enemigo que estaba al otro lado de un mar desde aquí todavía lejano. Dicen que fueron labradores de Jaén y soldados de la corte del rey, alguno de los cuales me dejó como testamento mis ojos azules y mis rasgos centroeuropeos, los primeros pobladores y que fue la madre del rey, Doña Juana, la que una vez cobrados los oportunos honorarios intercedió para que fuera elevada al rango de villa realenga.

Me gusta imaginarme a aquellas gentes en su nuevo reino por descubrir, en el valle que forma el río Susana, rodeados por todas partes de montes y de arroyos que todavía conservan las aguas cristalinas, con manantiales por doquier que lo abastecen de agua fresca durante todo el año, vigilados atentamente por la cumbre pelada de la sierra de la Pandera. Camino por las veredas que, como arañazos, cruzan las laderas y me hago mil componendas, dejo a mis ojos descansar sobre los mares de olivos mientras que me relamo pensando en mi bollo de pan blanco untado en buen aceite de la cooperativa y el jugo de un tomate engordado al sol en el huerto de algún vecino. Me gusta caminar mientras que escucho el canto de los jilgueros, amos de la vega y que vuelan libres en bandadas de frutal en frutal, con ese volar desmayado, con ese colorido que los diferencia de los pardos gorriones y de los negros y gordos mirlos. Me gusta volver a casa cuando anochece y es tiempo de que las golondrinas salgan por fin de sus nidos, jugando al pilla pilla con los murciélagos, ellos tan negros y ellas tan coquetas presumiendo de sus panzas blancas ante sus ojos ciegos.

Me divierte jugar a reconocer los árboles porque soy de ciudad y el único árbol con el que habito es el platanero. A veces me paro a contemplar las nogueras, grandes y majestuosas, testigos mudos de tiempos mejores para el campo, tiempos en los que los paisanos estarían ya aguardando para recoger su valiosa cosecha, pero ahora miro con nostalgia las nueces, dentro de su concha verde, que ya se empieza a rajar, y que dentro de nada comenzarán a caer y rodar por el suelo, yo no estaré para verlo. Todo lo contrario que los delicados almendros, mucho mas tempranos ellos, ya casi desprovistos de hojas y con las almendras sin recoger colgando de sus ramas como bolas de un árbol de navidad que estuviese en el esqueleto. Veo a lo lejos encinares que destacan por su verdor de los bosques de olivos, las encinas me parecen nubes de verde algodón, contundentes, pero menos que los quejigos, algunos de ellos tienen las huellas de varios siglos. Y se me viene a la cabeza la frase que dice “con el olivo picón y con la encina y el quejigo carbón”, porque los inviernos aquí, cerca de los mil metros de altura son fríos y dentro de nada habrá que encender la estufa de leña para pasar la tarde leyendo y escuchando crujir al fuego.

Hago trampas a mi dieta cuando al pasar por delante de una higuera no puedo resistirme a hurtarle un higo, a veces blanco a veces negro, grandes y jugosos los primeros, más pequeños y dulces los segundos, deliciosos los dos. Miro con repelús a los membrillos repletos de frutos, llenos de pelusa, imposibles de comer al natural pero que tan buenos están cocinados con un poco de queso fresco. Queso que hacen con la leche de las cabras que en este vergel necesitan para vivir poco pienso, las oigo balar junto con sus primas, las ovejas, que en las colinas devoran los pastos; a veces me paro para hacerle una foto a un choto, tan bonitos cuando son crías como feos serán de viejos, si es que llegan, porque es típico de aquí que acaben en un sabroso asado aromatizado con tomillo y con romero. Aquí lo que no es olivo es frutal, frutales que ya casi nadie cuida y que dan con sus frutos en el suelo, da pena ver las alfombras de peras y manzanas pudriéndose en el suelo, a su lado esperan que llegue su turno los ciruelos y los melocotoneros, de los que deben reírse a carcajadas los todavía apreciados cerezos. También veo endrinos y granados, que ahora pasan desapercibidos pero que dieron nombre a este reino, y maldigo cuando veo a los caquis, mi árbol favorito, repletos de verdes frutos que madurarán en dos meses cuando yo esté lejos.

Ando por que en ello me va la vida, pensando en estas cosas y otras muchas, hasta que el sonido de un motor me saca de mi ensueño, tractores y vehículos todoterreno dueños de los caminos me adelantan, sustitutos de burros y mulas que en un pasado no muy lejano roturaban las tierras de cultivo, animales sufridos que en pesados serones trasladaban las cosechas y los aperos de labranza hasta el pueblo. Ahora, solo llevarían aceitunas, por miles, por millones, porque los olivos están tan cargados que da gloria verlos, aunque tanto se ha abusado de plantar olivos que los mismos que los han plantado se quejan del bajo precio del aceite. Ya no se cultivan cereales, hace mucho tiempo que dejó de hacerse, y ya nadie va cargado al molino esperando a conseguir por cada kilo de trigo un vale para un pan, blanco o moreno, el único recuerdo de aquello son las tierras roturadas y robadas al bosque, ganadas al hambre, que forman manchas descarnadas junto a los bosques que tardarán en engullirlas decenas de años.

Me voy y lo hago con pena, con la misma pena que se irán detrás de mí muchos de los habitantes del pueblo en busca de un jornal que les permita subsistir. Porque descontando los olivos poco tienen con que ganarse la vida en este pueblo de gente humilde y trabajadora, sobre todo ahora que hay crisis y los albañiles no se manchan el mono con yeso. Con pena partirán llenando autobuses camino de Francia, para vendimiar y cosechar la fruta que aquí se pudre en el suelo porque nadie la quiere y casi nada vale. El pueblo perderá su luz y quedará despoblado en un otoño triste al que precederá un invierno de aceituna madura, y entonces la gente se volcará en su recogida, los bares se llenarán de cuadrillas en busca de un café caliente antes de que salga el sol y se arrancarán molinos y prensas, y las calles olerán a aceite y alperchín y la vida comenzará de nuevo.










6 comentarios:

pseudosocióloga dijo...

Joerrr, que bonito lo has relatado.

Anniehall dijo...

Pues bienvenido a la jungla.

¿Es alperchín o alpechín? Yo siempre he oído lo segundo.

Gordipé dijo...

Espero que tengas la mejor vuelta posible. Al trabajo, I mean. Un beso.

El niño desgraciaíto dijo...

Pues muy bonito, la verdad. Se nota que te gusta mucho estar por allí.

Miss Hurry dijo...

Muy bonito y muy triste lo que han hecho con esa tierra que ya es prácticamente sólo de olivos..
Feliz regreso!
Anniehall, para mí que es alpechín o jamila.

Explorador dijo...

Comparto sensaciones, por lo bien expresadas ;) Espero que la vuelta al trabajo haya sido buena. Un abrazo :)