miércoles, 30 de noviembre de 2011

¿Dónde están las personas?

 
A veces me pregunto dónde están las personas, sí, esas con las que comparto atascos por las mañanas, esas que respiran el mismo aire que yo, las mismas que veo corriendo detrás de un autobús o esperando bajo la lluvia cruzar un semáforo. ¿Dónde estáis?, ¿por qué me parecéis tan invisibles que dudo de vuestra existencia?, ¿o tal vez soy yo un espectro con apariencia de ser humano?

Cierro los ojos y siento miedo, de una manera sutil, una especie de congoja que me presiona la piel, como si de repente el aire fuese más denso y la tierra hubiese aumentado su gravedad un par de metros por segundo cuadrado. Me preocupo de cosas tan trascendentes que, comparadas con mi insignificancia, me hacen sentir pequeño, impotente y ridículo, pero ser consciente de ello no me ayuda, más bien todo lo contrario.

Hasta que se me pasa y viene la ira, un odio que me da miedo porque es asesino, tan feroz es que me hace sentir capaz de matar con mis propias manos, capaz de perdonar al que lo hiciese, de comprenderlo, de justificarlo. Es más, no entiendo por qué nadie lo hace y da el primer paso, se me hace muy difícil comprender por qué cada día un vengador justiciero no apalea hasta convertir en pulpa a un duque mangante y codicioso, al presidente de una patronal especialista en desviar dinero a paraísos fiscales, al consejero delegado de un banco que se lo llevó crudo sabiendo que era la ruina, a un ex presidente del gobierno con un sueldo vitalicio que se atreve a juzgar que nuestro sueldo de miseria es insostenible, a un político que se atreve a cancelar la tarjeta sanitaria de un parado.

De verdad que no lo entiendo, ¿tan cobardes somos?, ¿tanto han llegado a lavarnos el cerebro? ¿tan asustados estamos que lo asumimos como inevitable? Siento arcadas, sobre todo de su impunidad, de su desvergüenza, de su arrogancia, de su descaro. ¿Por qué lo toleramos?

No lo sé, y me doy mucho asco mientras que rumio desde mi sofá esta rabia, desde mi vida ficticia y acomodada que veo pender de un hilo, pero que aguanta mientras que la vida de otros ya se ha desmoronado. Gente que sufre porque está desamparada, porque tiene que buscar caridad en lo que por justicia era suyo y se lo han robado. Gente que se ha ido quedando por el camino como sacrificio humano de los codiciosos, que jugaba según las reglas que estos les marcaban, gente honesta que trabajaba bien y que pagaba sus impuestos religiosamente, que tenía su negocio y lo sacaba adelante con sangre, sudor y lágrimas, gente que puedes ser mañana tú, o yo, o tu madre, o tu hermano.

Estoy dispuesto a apretarme el cinturón por ellos, a compartir lo que pueda, a ser hasta el límite solidario, porque es de justicia, como dicen los que nunca tienen crisis, es justo y necesario. A eso estoy dispuesto. Pero a cambio quiero la cabeza de esa panda de golfos hijos de la grandísima puta, quiero verlos sufrir, quiero verlos acorralados, que no sepan donde meterse, que su descaro se transforme en miedo, que se sientan perseguidos y amenazados, que nadie los justifique, que nadie ponga en ellos falsas esperanzas porque su mundo putrefacto ha fracasado.

Hay que exterminarlos de raíz, con cualquier medio, como el tumor que son, y esperar que su estiércol sirva para que nazcan políticos decentes, de todos los colores, porque nos hacen mucha falta, periodistas que no vean peligrar su sueldo por contarnos la realidad, empresarios honestos que sean conscientes de su compromiso real con la sociedad, gente valiente que aporte sus ideas, trabajadores buenos y preparados.

Cada vez estoy más convencido que resignarse no es la solución. Desde mi frustración veo que nace un compromiso y yo cada vez me veo más comprometido con pequeñas cosas que si se multiplicasen por miles servirían de algo. Es algo que cada día crece un poco más y me da fuerzas para seguir sin hundirme, aunque sea por egoísmo, porque lo necesito para poder mirarme a la cara, para poder mirarte a la cara sin sentirme un puto gusano.

martes, 1 de noviembre de 2011

Achaques y chuletones



Cuando llegué a la universidad era un tío raro y melenudo que se había criado en el barrio del otro lado de la vía. En la primera clase me senté en la última fila y me puse a leer el periódico, sin hacer el menor intento por relacionarme con nadie. Así me recuerdan mis amigos.

Por eso, cuando todos los grupos se iban formando imagino que por algún tipo de afinidad que yo no veía, yo seguía más solo que la una compartiendo viajes en el autobús 450 con otro tío todavía más raro que yo, al que unos años más tarde apodábamos “el digodigo” por su forma de hablar digna del Gallo Claudio. Con el tiempo, y eso significa un largo proceso que más o menos duró un año, comencé a relacionarme con un grupo que, la verdad, de sociable tenía poco. Sería por eso de que Dios los cría y ellos solos se juntan. No éramos muchos, seis fijos y algunos que iban y venían, atraídos o repelidos por nuestra forma de ser, éramos ácidos de cojones, lo seguimos siendo.

¿Chicas? Una o ninguna, tanto era así que los agradecimientos de mi amigo A eran “para mis compañeras que con su indiferencia me han dejado largas horas para el estudio”. Eso no era verdad del todos, porque lo de largas horas para el estudio en nuestro caso era una licencia poética.

Hace trece años que terminamos la universidad, sorprendentemente, porque como he adelantado éramos unos vagos que no daban ni chapa, lo nuestro era irnos a jugar al baloncesto, al ajedrez y al mus. Cuando conseguimos un despacho para la asociación que nos servía de tapadera lúdica, con ordenadores, equipo de música y conexión a Internet, algunos no volvimos a ir a clase más, y en mi caso eso significa que no pisé una clase de la escuela desde mi primer tercero. Es un verdadero milagro que hoy todos tengamos cogiendo polvo un título de ingeniero.

A pesar de lo mucho que ha llovido desde entonces, nos seguimos viendo, no es la misma relación que antes pero es estupendo quedar una vez cada tres o cuatro meses y ver que las cosas siguen funcionando exactamente igual, o mejor, porque vernos es abrir una ventana al pasado libre de problemas y de reproches, lo que nos une ahora son las ganas de vernos y de pasar un buen rato. Dentro de esos ratos es un clásico nuestra cena anual en Casa Hortensia, restaurante asturiano de trato brusco pero de comida abundante, buena y contundente. Nosotros hace tiempo que nos dejamos de inventos que terminaban con el bolsillo y la panza vacíos, desde nuestro último fracaso gastronómico decidimos ir a tiro fijo y cenar invariablemente fabada y chuletón, con un par, llevamos así unos años. Tantos como para darnos cuenta de que ya no somos los mismos, de que nos hacemos mayores y que tanta contundencia a la hora de cenar nos empieza a venir muy grande.

Cuando el viernes entré en el restaurante y vi a mis amigos tomando unos culines de sidra en la barra, fui consciente como nunca del paso del tiempo, sus cabezas pelonas y canosas, más o menos como la mía, dan fe de que ya no somos unos niños, las conversaciones tampoco. Porque antes nuestras conversaciones volvían una y otra vez a aquellos años, que ahora parecen tan felices, de la universidad, nos pasábamos horas riéndonos de las mil anécdotas que tenemos, muchas malvadas, como cuando pegamos una silueta de Batman en uno de los espejos interiores del proyector de transparencias y como no había ni presupuesto para otro ni forma de quitarla, una semana nos pasamos llamando a Bruce Wayne, parece que todavía puedo escuchar nuestras carcajadas y a nuestro profesor de Máquinas eléctricas diciendo la famosa frase de “estos cabrones lo han puesto a conciencia”.

Sin embargo, ahora hablamos de otras cosas, nos contamos nuestros achaques ante un plato de cabrales mientras que llega la fabada, hablamos de que ya no jugamos al baloncesto porque nos duelen las rodillas y recomendamos las mejores medicinas para regenerar los cartílagos, nos lamentamos de que ahora cada dos por tres nos toca ir al dentista, seguimos con el apartado de operaciones varias y rematamos con los resultados de nuestras analíticas mientras que, irónicamente, nos repartimos el lacón y el chorizo. Lo peor viene cuando ya ahítos nos sacan una bandeja con cuatro chuletones perfectamente deshuesados y fileteados. Nos miramos unos a otros con cara de no poder, y no podemos. La foto que acompaña al texto da fe de que nos dejamos más de la mitad y que con vergüenza pedimos una fiambrera para llevárnoslo.

El tiempo pasa, afortunadamente para unas cosas y desafortunadamente para otras. Ya no tenemos que ir a los sitios más cutres de Huertas y Malasaña para tomar algo, ahora nos dejamos sablear con copazos de 14 pavos en sitios en los que sospechosamente somos de los más jóvenes, Gin Tonics, por supuesto, tampoco hacemos de emborracharnos una meta, solo una circunstancia. Comemos chuletón de marca en lugar de bravas y oreja en lugares un tanto siniestros, volvemos a casa en taxi en lugar de ir peregrinando de búho en búho por Cibeles y Príncipe Pío, pero nos falta algo, creo que se llamaba juventud y por algún sitio, sin darnos mucha cuenta, nos la hemos ido dejando.