martes, 18 de agosto de 2015

El lugar más feliz del mundo

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En la primera quincena de agosto, los desperdigados miembros del Club de Lectura 2.0, hemos leído “El lugar más feliz del mundo” un libro escrito por el periodista David Jiménez, flamante nuevo director del diario El Mundo, en el que nos cuenta una serie de historias que ha presenciado durante los quince años en los que fue corresponsal de este mismo periódico en Asia. Es un buen libro, lo digo para que no quede duda tras leer mi reseña o por si algún incauto se fía de mi palabra pero no quier leer más. De hecho, si no conociese al escritor y su nuevo cargo, estaría encantado con el libro y con su autor, que es capaz de bajar a muchos infiernos para hacernos partícipes de un sufrimiento sin afán de sensacionalismo, simplemente para hacernos partícipes y conocedores de lo que esos remotos lugares está pasando, en parte como denuncia, en parte para honrar a esos personajes anónimos cuyos gestos merecen ser conocidos, en parte para remover nuestras conciencias occidentales que son como la copla de María de la O: “desgraciaita teniéndolo tó”.

La Editorial Kailas, que publica el libro, nos hace este resumen del mismo: “David Jiménez vuelve al reporterismo literario que ha convertido su libro Hijos del monzón en un éxito internacional y nos traslada con sus crónicas a un mundo de paraísos perdidos, guerras olvidadas, héroes improbables y lugares marcados por los extremos de la condición humana, sus luces y sombras. El lugar más feliz del mundo es como el dictador de Corea del Norte describe la más brutal y despótica tiranía de nuestro tiempo. También es una de las paradas del corresponsal de El Mundo en un viaje que le lleva a adentrarse en la prisión camboyana donde cumplen condena los pederastas más peligrosos, ser testigo de la llegada de la televisión al reino de Bután, acompañar a un grupo de mafiosos yakuza en su intento de abandonar el hampa o permanecer en la desierta ciudad de Fukushima tras el accidente nuclear que mantuvo al mundo en vilo. Y es a menudo en mitad de la oscuridad, en lugares tomados por la desesperanza, donde el autor encuentra a los personajes más fascinantes, las situaciones más humanas y los actos de coraje capaces de hacernos creer en un mundo mejor. Ensalzado como el “Kapuscinski español”, David Jiménez reúne en este libro el manual definitivo sobre el periodismo de reportajes, una excepcional radiografía sobre la condición humana y un recorrido vital de 15 años en busca de un destino que a menudo está más cerca de lo que pensamos: El lugar más feliz del mundo.”

El libro es tal y como lo describe la editorial, a lo que yo añadiría que no está falto de calidad literaria, porque David Jiménez es un narrador de historias bien escritas, lo cual es muy de agradecer porque cuando algo está bien escrito hace que el contenido se realce, de hecho la buena escritura es como los buenos árbitros de fútbol, que cuanto mejor es más desapercibida pasa. Sin embargo el contenido del libro no puede pasar desapercibido porque cada historia te encoge el corazón, y no porque el periodista utilice de forma tramposa trucos sórdidos, al contrario, las historias son excepcionales porque en todas y cada una de ellas vemos a los seres humanos que las protagonizan, sin que el autor nos empuje a tomar partido por causa alguna que no sea la realidad cruda de los hechos, porque es tal vez la mayor virtud del libro ese no tomar partido por nadie de antemano, no contar historias de buenos y malos, quedando claro que la bondad y la maldad existen, pero casi siempre no como algo dogmático, sino más bien como algo inevitable y consustancial al ser humano.

Quien después de leer esto crea que David Jiménez no se involucra en las historias que cuenta se equivoca, porque precisamente hay que estar muy decidido a contar una historia para dar voz a todas las partes de la misma, porque tal vez sea más fácil caer en la tentación de no hacerlo, de ir por la vía fácil pero mucho menos honesta, y eso a mí me parece muy difícil de hacer. Lo mismo que es muy difícil hacer sentir la desolación del que ha perdido todo, la desesperación del que lucha con sus propias manos desnuda una guerra que nunca podrá ganar, la esperanza del que cree que es posible un mundo mejor sólo con la suma de pequeños o grandes actos. Todo ello pasado por un prisma oriental que nos hace difícil entenderlo, tan desconocido que nos sorprendemos a cada página, tan abrumador cuando eres consciente de que esa gente, que nos parece tan alejada de nuestra realidad, abarca a dos tercios de la humanidad y de que este porcentaje año tras año va creciendo.

Sin embargo, me queda un resquemor que, para ser justos, no tiene que ver con el libro sino con su autor. David Jiménez siempre llevó a gala su pasión por el oficio del reportero, con integridad y con independencia, y es fácil encontrar entrevistas con motivo de la publicación del libro en las que habla de ello abiertamente y en las que parece rechazar un futuro inmediato al abrigo de una redacción, porque no es su sitio, por estar alejado del poder político y, de repente, director de El Mundo, con una línea editorial muy clara que no se ha movido ni un milímetro desde su llegada, que da portadas por filias y fobias y que no rehúsa a utilizar cuando lo cree necesario un titular tendencioso o sensacionalista. Y esto me hace dudar de todo lo que escrito en los primeros párrafos, lo siento.

Como siempre, encontraréis otras opiniones en las reseñas de Desgraciaíto, Carmen, Paula y Bichejo, como siempre ¡corred a leerlas!

sábado, 1 de agosto de 2015

La fiesta de la insignificancia


En la segunda quincena de este mes, los acalorados miembros del Club de Lectura 2.0, hemos leído “La fiesta de la insignificancia” a propuesta de ND, una novela corta escrita por Milan Kundera, uno de esos escritores cuya sola mención impone cierto aura de respeto y una promesa de trascendencia sobre lo vulgar y cotidiano. Desafortunadamente, esta novela, o lo que sea (porque ND en su lucha contra la novela nos lleva por un camino de mezcla estrambótica), es tan insignificante (valga la redundancia) que cuando vas a comenzar a bostezar ya la has terminado, lo cual es muy de agradecer en un libro que se tuerce porque, como hemos dicho tantas veces, la vida es demasiado corta y hay muchos buenos libros esperándonos.

Tusquets Editores, que publica la novela, nos hace esta sinopsis: “Proyectar una luz sobre los problemas más serios y a la vez no pronunciar una sola frase seria, estar fascinado por la realidad del mundo contemporáneo y a la vez evitar todo realismo, así es La fiesta de la insignificancia. Quien conozca los libros anteriores de Kundera sabe que no son en absoluto inesperadas en él las ganas de incorporar en una novela algo «no serio». En La inmortalidad, Goethe y Hemingway pasean juntos durante muchos capítulos, charlan y se lo pasan bien. Y en La lentitud, Vera, la esposa del autor, dice a su marido: «Tú me has dicho muchas veces que un día escribirías una novela en la que no habría ninguna palabra seria… Te lo advierto: ve con cuidado: tus enemigos acechan». Pero, en lugar de ir con cuidado, Kundera realiza por fin plenamente en esta novela su viejo sueño estético, que así puede verse como un sorprendente resumen de toda su obra. Menudo resumen. Menudo epílogo. Menuda risa inspirada en nuestra época, que es cómica porque ha perdido todo su sentido del humor. ¿Qué puede aún decirse? Nada. ¡Lean!”

Y uno va y lee, y piensa que se va a encontrar ante un festival del humor digno de los dioses y como mucho de unos pocos héroes, y claro, parece que un servidor, mortal ingeniero, no es lo suficientemente intelectual y sofisticado como para carcajearse con la fina ironía del señor Kundera, que la tiene, pero que a mí me deja tan frío como la esperanza de que algún día llegará el mes de Febrero. Pero lo peor no es pensar que el escritor ha decidido gastarnos una pequeña broma a sus 85 años, llevando a término lo que dice el refranero respecto a nuestros últimos días de nuestra existencia y un convento, que va, lo peor es que uno se queda con la duda de si es un zote y no entiende nada. Y esa duda lleva a una cierta angustia existencial que se ve muy acentuada cuando, buscando auxilio en otros lectores zozobrados, se leen las crónicas y reseñas publicadas el año pasado con motivo de la edición en castellano del libro.

Porque si nos quedamos con esas opiniones nos encontramos con “un minúsculo tratado encubierto de ética y descreimiento”, “una magnífica comedia que nos deslumbra con su exaltación de la vida y su ironía sobre las diferentes facetas del ser humano, que ama sin saber por qué, desea sin entender qué le mueve y espera sin albergar ninguna certeza”, “un digno entretenimiento vodevilesco-surrealista con algún que otro disparo con bala a la sociedad moderna”, “una desenfadada y espléndida composición en forma de fuga que se nutre de las más sutiles variaciones en torno al tema que da título al libro”. Y yo todo eso no lo veo, por más que me esfuerzo, por mucho que cavilo no consigo que ese puñado de páginas, de escritura tan impecable como intrascendente, puedan ser un tratado de nada, ni una exaltación de la vida y mucho menos una crítica de la sociedad moderna, sobre todo porque la sociedad de la que habla Kundera, la sociedad en la que él ha vivido, lleva bastante tiempo muerta.

Sin embargo, al margen de la sociedad en la que uno ha tenido la tenido la fortuna de nacer y vivir que, por cierto, es uno de los hechos insignificantes de los que nos habla Kundera, el libro sí que nos pone en frente de ciertos temas que son universales aunque, en mi opinión, sin entrar a fondo en ellos. Se ironiza sobre la tiranía, la injusticia, el perdón, la amistad, la existencia, la muerte, la enfermedad, la sexualidad, las moralidad, con leves pinceladas de pretendido humor pero dejando la mayor parte de la reflexión en el lado del lector, por eso digo que nunca podemos estar hablando de un tratado, más bien hablaríamos de un recuento de poca monta, del atraco de un editor o de un puedo y no quiero.


Como siempre, encontraréis otras opiniones en las reseñas de Desgraciaíto, Carmen, Paula y Bichejo, y espero que os dejen mejor sabor de boca que la mía, ya sabéis ¡corred a leerlas!