miércoles, 26 de diciembre de 2012

El imperio del sol



Es paradójico que, siendo uno de romanos y habiéndose tragado miles de lecturas y relatos de batallas, se me atragante todo lo relacionado con las guerras modernas. Es como si los pobres persas arrollados por Alejandro Magno en Gaugamela o los romanos aniquilados por Aníbal en Cannas fuesen seres de leyenda a los que no se les nubló la mirada al ser atravesados por una espada. Y murieron por miles, bueno, por miles no, por decenas de miles en un mal día de batalla.

Sin embargo, los muertos modernos son seres de carne y hueso, gente con la que me hubiera podido cruzar un día por el Museo del Prado si no hubieran tenido nada peor que hacer que morir en una cámara de gas o acribillados en una trinchera. Me revuelve tanto el estómago que nunca he sido capaz de profundizar en los detalles de su tragedia.

Pero para eso están los amigos, sobre todo los del Club de lectura 2.0 que, amablemente, mes a mes proponen un libro que nos llega al corazón para comentarlo. Este mes han elegido para tal propósito 'El imperio del sol' y “comme d’habitude” han acertado. Como ellos dicen, a su club se llega leído, por eso a partir de ahora leed bajo vuestra responsabilidad, si os apetece.

Para mí 'El imperio del sol' es un libro de muertos, sobre todo de muertos vivientes, empezando por su protagonista, Jim, un niño inglés que vive con sus padres en un barrio lujoso de Shanghai, junto con la colonia extranjera, y que se ve solo y apartado de sus padres al comenzar la invasión japonesa de china. A partir de ahí el libro narra todas las peripecias de Jim para sobrevivir por las calles de Shanghai, tratando de encontrar a sus padres hasta que, por fin, es hecho prisionero e internado en un campo de prisioneros, junto a un aeródromo militar, del que saldrá tres años después tras la liberación de China por los americanos.

Esa es la trama, pero no me interesa lo más mínimo, a mí lo que me ha llamado la atención del libro es el fondo sobre el que se desarrolla, el conjunto de grupos que conviven, unos encerrados por otros, y que, como he dicho al principio, comparten que ya están muertos, cada uno a su manera. En mi opinión ese es el valor de este libro, la relación que se crea entre todos ellos y, muy a su pesar, cierta resignación que se superpone al odio: “En la guerra de verdad nadie sabía de qué lado estaba, y no había banderas, ni comentaristas ni vencedores. En la guerra de verdad no había enemigos”.

Por un lado están los prisioneros, un grupo privilegiado antes de la guerra. Gente que, aunque llegase a sobrevivir, en realidad está muerta porque su vida murió al comenzar el conflicto armado. Digo esto porque todo lo que podrían haber llegado a ser se perdió con la guerra y esa es una forma de morir: “Había ocurrido una extraña duplicación de la realidad, como si todo lo que le ocurría desde la guerra sucediera dentro de un espejo”. Ellos ya no son ellos, son seres sin alma atrapados en un espejo.

“Todo el mundo en Lunghua estaba muerto. Era absurdo que no hubieran conseguido comprenderlo”.

A su alrededor están los soldados japoneses, a los que Jim parece más admirar que odiar atraído por el valor de sus soldados y sobre todo por el de sus pilotos, a los que temía “más que por su furia por su paciencia”. Ellos también estaban muertos desde el comienzo, víctimas que un imperialismo suicida llevado hasta las últimas consecuencias. Mas que la locura de los kamikaze me sobrecogen los soldados que, sabiendo que todo está perdido, aguantan en sus posiciones hasta las últimas consecuencias, tal vez porque no tienen donde escapar ya que son náufragos rodeados por millones de chinos dispuestos a matarlos sin compasión, pero eso no quita ni un ápice de mérito a que ni siquiera lo intenten y esperen a la muerte como un deber inevitable que forma parte del mismo sentido de su guerra. Sin esa muerte no hay honor y antes es el honor que la propia vida.

Por último están los chinos, y a pesar de que son los protagonistas invisibles de esta historia, para mí lo más sobrecogedor del libro es el papel que ellos tienen en todo esto. La historia de los europeos y japoneses comparada con la suya es tan insignificante como verter en el océano un par de gotas de aceite.

Los chinos eran para todos un genero sub-humano que a pesar de ello y contra su voluntad ponía el tablero de juego y la mayor parte de los sufrimientos. No significaban nada ni para unos ni para otros y hay montones de citas que lo corroboran:

“Los nueve criados chinos que para la mente de Jim y los demás niños ingleses eran tan ciegos y pasivos como los muebles”.

“En muchos sentidos, los esqueletos estaban más vivos que los campesinos que por breve tiempo habían arrendado esos huesos”.

“Sabía que los soldados chinos estaban obligados a trabajar hasta la muerte, que esos hombres hambrientos estaban tendiendo con sus propios huesos una alfombra para los bombarderos”.

Visto así se entiende que ese mundo fuera abono en el que podría germinar sin muchos problemas el comunismo que estaba por llegar. A fin de cuentas “algún día la China castigaría al resto del mundo y se tomaría una venganza espantosa”. Puede que ya lo esté haciendo.

En resumen, 'El imperio del sol' me ha sobrecogido la frialdad con la que está escrito, sin juzgar ni a nada ni a nadie, es una narración desprovista de sentimientos que deja todo al propio juicio del lector. El autor simplemente se limita a exponer unas serie de hechos tal y como son, sin adornos pero tampoco sin miramientos, por lo que si no sientes empatía por los personajes es un libro que no te dirá nada pero si eres capaz de hacer tuyo su sufrimiento te hará pedazos. Si no siempre te quedará una radiografía de una guerra que, como casi todas, no tiene vencedores absolutos, pero sí vencidos.

martes, 18 de diciembre de 2012

Bajo la mirada del otro

Una de las cosas que nos hace ir tranquilos por la vida es creer que nuestra visión del mundo es la correcta, que lo que nosotros entendemos como bueno es lo normal y que la gran mayoría de la gente es así, que piensa como nosotros.
Es un error. Un error de cojones.
Lo peor del tema es que se acaba desarrollando una especie de superioridad moral que nos permite, sin ningún tipo de reflexión, ir juzgando a los demás sin pararnos a pensar por qué alguien actúa de una manera si no es de la manera en la que actuaríamos nosotros. Por supuesto que hay cosas objetivamente buenas o malas, pero antes de juzgarlas como tales no es mal ejercicio mirarlas con el prisma desde el que la miran los demás y ver si nuestra opinión se ha distorsionado. Aunque sea un poco.
Esto viene a cuento por todo lo que llevo escuchado y leído desde el viernes por el asesinato múltiple de Connecticut. Que un pirado coja un rifle y asesine a sangre fría es algo que me espeluzna, pero no quiero hablar ni de eso ni de cómo la violencia está generalizada, eso daría para muchos otros posts que dejaremos para los comentarios o para otro día.
De lo que quiero hablar es del hecho de cómo desde aquí vemos a la gente de allí, de cómo pensamos que son, básicamente una panda de chalados con un arsenal guardado en el armario. Y muchos lo son, por supuesto, pero nunca nos paramos a pensar cómo lo ven ellos, más allá de nuestra información que se limita a saber que existen unos señores muy malos de la asociación del rifle (que son malos nivel ojalá os murieseis todos ahora mismo, es verdad) y que van sembrando de armas el país con el beneplácito de unos políticos comprados por el lobby de las armas.
Yo he tenido la suerte de hacer dos proyectos en la América profunda, uno en Wichita Falls, Texas, una pequeña ciudad en la frontera de Texas y Oklahoma, y otro en Hopkinsville, en el Condado Cristiano de Kentucky, telita. Si miráis en los enlaces que pongo os podéis hacer una idea de cómo podía ser la vida en unos lugares en los que lo más reseñable que ha pasado por allí ha sido, literalmente, un tornado. En ambos sitios conocí gente de apariencia encantadora que coleccionaba armas, pero no una ni dos, esa gente tenía en sus casas auténticos arsenales que exhibía con el mismo orgullo que su colección de herramientas y sus autos.
Para ellos es normal, es parte de su vida, han crecido rodeados de armas, son aceptadas socialmente y es un símbolo de su libertad individual que, por mucho que hagan referencia a los valores de la comunidad, está por encima de cualquier otra cosa. Por eso cuando nosotros escuchamos que lo que matan son las personas y no las armas nos llevamos las manos a la cabeza, pero para ellos es una frase cargada de lógica, y reaccionan de la misma manera que si a nosotros nos prohibieran tener un coche porque hay gente que se emborracha al volante y se lleva a una familia por delante. Los coches no matan solos.
Recuerdo que en el Condado Cristiano no se podía comprar ni una cerveza después de ponerse el sol ni el domingo, ni para tomarla en casa. Sin embargo recuerdo las gavetas llenas de balas, como si fueran gominolas, vendidas al peso. A muchos les conté mi sorpresa por no poder comprar una cerveza en domingo pero sí una pistola, ¿sabéis la respuesta?, pues que no entendían la relación ni por qué se lo planteaba.
Luego pasa lo que pasa y, como en cualquier sitio, cuando sucede una desgracia se lloran lágrimas de cocodrilo y a los tres días a otra cosa mariposa. Es algo que están dispuestos a asumir, que probablemente sucederá a un tercero, como nuestros muertos en la carretera que no son de nadie hasta que te toca.
Con su pan se lo coman.

sábado, 15 de diciembre de 2012

El mar


2012 podría ser nominado como firme candidato a Año de asco puto, perfectamente. Peeeeeeeeeeeero, porque afortunadamente para casi todo existe un pero, en 2012 me ha pasado una cosa estupenda, nueva y alucinante.

He conocido el mar.

Una de las cosas chulas que te pasan por ser ingeniero es que puedes participar en la construcción de juguetes muy, muy caros. Si además te portas muy bien y tienes algo de espíritu aventurero te pueden dejar jugar con ellos. Y yo, aunque mi aspecto puede llevar a engaño, lo tengo, pardiez si lo tengo, soy de los que a poco que les animen se apunta a un bombardeo, porque me puede la curiosidad aunque realmente me esté muriendo de miedo.

Todo esto viene a cuento porque unos ingenieros, mucho más listos que yo, se han hecho una casa en el mar, no en la orilla, qué va, en medio del mar, allí donde Neptuno perdió el tridente, y como son majos me han dejado que les ayude a amueblarla, a diseñar cómo controlar la apertura de las puertas y las ventanas, a instalarlos el teléfono, las antenas de la tele y hasta la alarma. Y ha quedado estupenda, en mitad del Mediterráneo, para servir de majestuoso refugio a los atunes y peces luna que, de vez en cuando, se paseaban por allí a saludarnos.

Podría contar unas cuantas anécdotas de la vida allí, y ya lo iré haciendo, como por ejemplo alguna relacionada con estar rodeado de rudos y viriles marinos noruegos (que habrían hecho las delicias de todas las norueguistas amigas de este blog) y de algunos filipinos que quizá no les gustaran tanto. Pero hoy solo quiero hablar de la diferencia entre estar en el mar e ir al mar. Que no es lo mismo.

Estar en el mar impresiona, muchísimo, tanto que la primera vez que me asomé al balcón de nuestra casa y me vi frente a una mole infinita y azul de agua me sentí tan pequeño que me dio vértigo. Imagino que es a pequeña escala algo parecido a lo que debe sentir un hombre que va al espacio. Me encontré completamente perdido en la inmensidad, acompañado solo por el sonido del mar y el viento, sintiendo algo nuevo y desconocido. Y experimentar una sensación nueva no es algo que pase todos los días, de hecho aunque la situación se repita el sentimiento de novedad solo lo vas a vivir una vez en la vida, porque la segunda vez que vas a buscarlo ya no está allí porque los seres humanos nos adaptamos a toda velocidad a lo desconocido.

Y esta aventura ha tenido mucho de desconocido, en primer lugar profesionalmente, porque nunca me había visto en una situación de tanta responsabilidad y he sobrevivido, pero sobre todo personalmente, porque he disfrutado con cada cosa nueva como un niño. He volado en helicóptero hasta hartarme, en días buenos en los que te quedabas hipnotizado mirando el delta del Ebro y en días de mal tiempo en los que te movías a merced del viento como si te fueras a estrellar. Otras veces he ido y vuelto en barco, dejando que el agua me salpicase en la cara hasta sentirme más vivo que nunca, cuando el mar lo permitía, y botando como una pelota cuando pintaban bastos.

También me he quedado atrapado por el temporal, sintiendo la sensación del que está privado de libertad, mirando las luces lejanas de la costa desde el ojo de buey de mi camarote como un reo mira el horizonte desde su celda, sabiendo que no hay lugar donde escapar y os prometo que me he angustiado, mucho. Y he sentido el balanceo del mar acunándome en un sueño ligero y era maravilloso, con mucha diferencia el sueño más agradable del mundo, eso si Neptuno no se cabreaba y te despertabas medio desnucado.

Me gusta el mar, quiero volver al mar. Mañana es tarde.

martes, 11 de diciembre de 2012

Una pequeña historia de la crisis

Una de las cosas buenas de retomar el blog es poder escribir en caliente.
Aunque estaba preparando una entrada para poneros al día de lo que ha sido este año, esta mañana me ha pasado una de esas cosas sobre las que hay que reflexionar.
Como muchos sabréis estoy desplazado en una mina por el profundo sur, esto por sí mismo creo que me dará para unas cuantas entradas, de las divertidas, que las habrá, pero hoy no va a ser una de ellas.
Esta mañana me he levantado como de costumbre a las siete y he quedado con mis compañeros para desayunar mi taza de Cola Cao y mi barrita de pan tostado bien untado de la tarrina de a kilo del Tulipán comunitario, cosas del sur que nos espantan a los mesetarios. Hacía un frío pelón, del que hace que por estas sierras se haga un jamón tan bueno, un frío húmedo que se cala en los huesos.
Al llegar al bar, uno de esos bares de carretera lleno de currantes que se toman el primer carajillo del día, un hombre de aproximadamente mi edad ha venido corriendo hasta donde había aparcado. Me ha pedido, con un fuerte acento del este, que por favor le llevara a una gasolinera porque se había quedado tirado y nadie le ayudaba. Por supuesto he recelado, creo que es lo más humano, pero entonces me ha pedido que le acompañase a su coche en el que, tapados con una manta raída, estaban su mujer y dos niños de no más de tres o cuatro años. Se me ha encogido el alma.
He dejado el desayuno para más tarde y me he ido con él a buscar una gasolinera, mientras me ha contado un poco de su vida, que es Búlgaro y lleva diez años en España, que antes era albañil pero ahora no encuentra nada y lleva más de dos años en el paro, que su mujer cuida a un anciano por 600€ y que con eso malviven y que cualquier día el anciano se muere y no sabe entonces que va a hacer con sus niños. Le he preguntado qué hacía tan temprano con los niños en el coche y me ha comentado que iban a la Cruz Roja a buscar alimentos a Huelva.
Le he preguntado por qué no vuelve a su país y me ha contado que allí es todavía peor, que la gente se muere de hambre y que aquí sus hijos por lo menos comen, van al colegio y tienen un médico. Después, como casi todo el mundo me ha preguntado si es verdad que se va a volver a abrir la mina, a la que esperan como el maná, y le he dicho que no lo sé, que estamos trabajando en ello pero que todo depende de lo que cueste, de que se encuentre financiación, de los permisos de la Junta. Hemos llenado el bidón de gasolina y le he vuelto a dejar con su familia, le he deseado suerte y me he tomado las tostadas con un regusto amargo.
Son malos tiempos para todos, bueno para casi todos, para mí también, que veo peligrar cada día mi puesto de trabajo, pero comparado con esta familia debería estar dando gracias a cada segundo a mis padres y a un sistema educativo público que ha permitido ser ingeniero al hijo de un obrero. Algo que no han tenido esos niños, números sin rostro para la mayoría, pero resulta que esos niños existen, que esos niños estaban acurrucados en los asientos traseros de un Citroën Xsara muertos de sueño, muertos de frío y muertos de hambre. No por su culpa. Unos niños que han nacido en España en una época en la que su padre era mano de obra muy apetecible para el constructor de turno, el mismo que se llenó los bolsillos a costa de nuestro futuro y que, seguramente, conduce un Rolls y evade impuestos con el beneplácito del ministro Montoro.
Sé que a muchos os parecerá mi rollo de siempre, y que igual os cansa, pero se me revuelven las tripas cada vez que pienso en qué clase de personas nos estamos volviendo. Y sé que a todos os da pena esta historia pero ha llegado un momento en el que con eso no sirve, la pena no va a llenar la tripa de esos niños, nuestros actos puede que sí, y no me estoy refiriendo a la caridad precisamente.
Y nuestros actos empiezan por ser más duros con los fuertes y no criminalizar a los débiles, que ya está bien, que como ellos podemos acabar casi cualquiera. No dudar de que esta pobre gente no puede quedar excluida del sistema sanitario, porque no veo yo que estén aquí con el fin de hacerse caras y caprichosas intervenciones quirúrgicas. Defender la educación pública y de calidad como la inversión que es, porque con nuestros grandes recursos naturales de esta no saldremos jamás. Exigir que los bancos asuman su parte del coste de sus tropelías, que a mí el tasador me lo enviaron ellos y bien que lo pagué, además de tener que rechazar una sustanciosa ampliación que me ofrecían para lo que yo quisiera. Pues si ahora no cobras te jodes, aunque ya se encarga la ley y el gobierno de lo contrario.
Alguno me dirá que muy buenas palabras pero no hay dinero, pero dinero sí que hay, lo que pasa que hay muy poca vocación de que sirva para el bien común, que lo dice la constitución “Toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”, y aquí unos se lo llevan crudo y otros solo tributamos sin derecho a quejarnos. Y yo no soy comunista, probablemente ni siquiera soy socialista pero lo que seguro que no soy es gilipollas.
 Y eso, por ejemplo, se hace no votando a los mismos hijos de puta de siempre, protestando en la calle a un gobierno que nos ha mentido y que se pasa su programa por el forro de sus caprichos, y ahorraros los comentarios de que queremos ganar en la calle lo que perdemos en las urnas, es otro derecho que tenemos por incómodo que resulte, de eso se trata. Que tanta austeridad nos va a acabar matando y nos estamos creyendo que es la única alternativa. Que parecemos tontos. Porque al final vamos a ser como el famoso refrán del burro, ese que cuando su dueño le había acostumbrado a no comer va y se muere, el muy hijoputa.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Back in black


Sí, me fui, hice mi propia versión del viaje a ninguna parte. Ha pasado un año, me ha pasado un año.

Por encima.

Ha sido un año terrible, para olvidar, el peor año de mi vida, de lejos. Y me lo he comido con patatas, como un niño mayor, casi ni he llorado.

Sólo un poco.

Y aquí estoy un año más tarde, más gordo, más calvo, con el pelo más blanco, con el alma más rota, con cicatrices por dentro y por fuera, desilusionado, abatido y muerto de miedo.

Sobre todo muerto de miedo.

Y sin un blog donde contarlo. Rumiando mi rabia por dentro, escupiéndola en tuiter. Contemplando atónito un espectáculo del que no me puedo sentir mero espectador.

No son formas.

Vuelvo porque creo que lo necesito y no porque me arrepienta de haber cerrado el blog. Estaba saturado y me sentí liberado. Pero las cosas no son así de sencillas una vez que escribir se convierte en necesidad.

Sí, dije que me iría para nunca volver ¿y qué? Espero que un año sea tiempo suficiente como para que nadie lo consideré un simple arrebato.

No lo era.

Quiero volver a escribir pero no quiero partir de cero porque después de mucho pensarlo este es mi sitio y aquí estáis vosotros. Alguno os alegraréis de volver a verme, otros, espero que los menos, diréis que soy un rajado, a la mayoría os la traerá al fresco.

Como debe ser.

Claro que este blog no volverá a ser el mismo, no puede serlo, al menos hasta que él y yo recuperemos la mutua confianza.

Necesitamos tiempo.

Vuelvo a casa por navidad, qué ironía, y no lo hago tirando fuegos artificiales porque la ocasión no los merece, por eso el título de este post. Vuelvo por los mismos motivos que expliqué en mi primer post, hasta que, otra vez, deje de necesitarlo.