lunes, 25 de julio de 2011

Cómo conquisté el oeste (II)


Tras un merecido descanso y víctima del jet lag me dirigí a la fábrica a la que intentábamos timar con nuestros robots aquella misma mañana. Aunque ya me habían avisado, y no me cogió por sorpresa, lo primero que me llamó la atención fue su obsesión por la seguridad, algo absolutamente incompatible con contratarnos, porque la única seguridad que proporcionaba mi empresa era la del trabajo mal hecho y la de los numerosos impagos. De hecho, no habían pasado muchos meses desde que me llevaron al hospital de Alcalá porque un robot más rápido que yo me había dado un estacazo en plena mandíbula. Total, que tras las presentaciones con mis clientes y comprobar indiferente sus caras de escepticismo sobre mis cualidades para sacarlos del atolladero en el que se habían metido, justo las mismas que yo tenía, me llevaron a hacer el preceptivo curso de seguridad.

¡Las dos horas que pasé allí fueron inenarrables! Imaginaos una sala de proyecciones vacía equipada con una tele y un reproductor de VHS, me sientan en la primera fila y me dicen que me van a poner un video de dos horas de duración en el que me van a explicar cómo salir de allí vivito y coleando. Estaba pensando yo en un video de la NASA cuando de repente aparece delante de la cámara un señor gordo como un cachalote y de aspecto desaseado que se presenta como responsable de seguridad de la fábrica, nada de puesta en escena, qué va, el señor con una pared de fondo y ya está. Comienza a hablar con esa retranca texana que aburre a las ovejas y que no se entiende una mierda, diez minutos, veinte, media hora, sin pausas, todo en un primer plano continuo estremecedor, sin pausas ni descansos. Yo me quería morir mientras que pensaba qué narices hacía allí un chaval de Alcorcón, del barrio del otro lado de la vía para más señas, hasta que comenzó la parte divertida. Más o menos a los tres cuartos de hora, grandes cercos de sudor aparecieron en sus axilas, al poco comenzó a resoplar al hablar, a cambiar el peso de una pierna a otra y a estirar y encoger las manos, mientras la cámara grabándolo sin darle descanso, yo me retorcía de la risa en la silla. Así se tiró otra hora más, con dos cojones, en un monólogo del absurdo que ni el mejor Ozores en sus más gloriosos años.

Era acojonante la obsesión por la seguridad, admito que aquí tenemos mucho que aprender de ese tema, pero ni tanto ni tan calvo. Tras ver la película de Benny Hill y hacer un pequeño test, presenté mi seguro obligatorio por valor de un millón de dólares (nunca jamás la carne de alcorconita valió tanto) y firmé un papel por el que me comprometía a seguir las reglas de seguridad, a no beber alcohol y a no participar en apuestas, ¡menudos sosainas! con lo divertido que hubiera sido hacer una porra Dallas Cowboys – New England Patriots, además te lo dejaban bien claro, no habría segundas oportunidades, si me pillaban delinquiendo me ponían en el avión de vuelta sin pensarlo. A continuación, pasaron revista a mis equipos de protección individual compuestos por chaleco, botas, casco y unas horribles gafas de seguridad dignas del mismísimo Steve Urkel, joder si serían feas que el inspector al verlas comenzó a reírse y me dijo en un español mexicano “son muy feas, primo”, sí, eran muy feas, pero no daba el presupuesto para más en la empresa patera.

Con mi portátil a cuestas por fin pude llegar a la zona donde estábamos perpetrando nuestro último crimen. La instalación era chula, pero que aquello no iba a funcionar lo sabía hasta el Tato, salvo que el Tato no debía ser texano. Allí al lado estaba mi despacho, porque eran tan eficientes que me habían habilitado un despacho con teléfono y conexión a internet, de la de verdad, casi se me caen las lágrimas cuando vi descargarse los megas a la misma velocidad que en España se descargaban los kb, por supuesto desde el primer momento pensé que allí me iba a poner las botas pirateando cedés, porque entonces la gente no tenía ni ipods ni ipums, y doy fe de que me lucré con éxito distribuyendo cierto disco de Shakira, cuando Shakira era morena y aún le quedaba un poquito de dignidad, desde luego si me hubiera consultado su discográfica en ese momento sobre sus posibilidades de éxito en los estates las canciones esas de loba, perra y zorra se habrían adelantado por los menos seis o siete años.

El despacho era un lujo asiático, desde allí programaba el cerebro de la bestia y recibía las visitas diarias de mis dos interlocutores con el cliente, Mr. “Cover Your Ass” Owen, el hombre que todo lo escribía y registraba, y Mr. Lechón Peterson, responsable de informática y unas de las personas más empanadas que he conocido, siempre me pregunté cómo tal lechón tenía ese puesto, hasta que descubrí que su padre era dueño de una petrolera local y le tenía allí enchufado. Era tan lechón que gracias a él resolví el asunto de las gafas feas, me explico. Como había pasado muy poco tiempo desde lo del 11S, todo el mundo estaba en pleno proceso de demostrar que era un poco más americano que el vecino, banderas por aquí, banderas por allá, hasta había un modelo de gafas de seguridad llamado patriot rojo, azul y blanco, la verdad es que eran muy chulas. Pues un buen día el bueno de Bill vino a verme y dejó sus gafas en mi mesa, yo me las puse y cuando terminamos de hablar, el bueno de él me preguntó si las había visto, ¿qué gafas?, contesté pensando que se lo tomaría a broma, unas como las que llevas puestas, me las debo haber dejado en otro lado... Sin comentarios.

En aquel despacho también conocí al cachalote protagonista del video de seguridad, que se pasaba regularmente para ver si cumplía las normas, que incluían programar en el despacho con gafas y casco, ¡la madre que los parió!, por mucho que insistí en que no se me iba a caer la lámpara en la cabeza no estaba autorizado a quitármelos dentro del recinto de la fábrica, ni para ir al baño... Además de eso, el cachalote se encargaba de ver si acudíamos a nuestro refugio en los simulacros de tornado, que eran semanales. Alguno pensará en un refugio subterráneo lleno de latas de sardinas por si había que sobrevivir esperando un rescate, pues no, nuestro refugio era el servicio de caballeros que estaba especialmente reforzado. Era el horror, si aquello en el mejor de los casos olía a choto, y todo el mundo se puede imaginar cual era el peor de los casos, os podéis imaginar con cuarenta tíos dentro, casi daban ganas de que el tornado fuera de verdad y nos llevase con él lejos, muy lejos.










3 comentarios:

pseudosocióloga dijo...

Tremendo, "incroyable"...anda que no hay que tener cuajo.Desde mi silla muuuuy gracioso.

Arwen dijo...

jajajajaja, me he reido mucho con tu post

No dijo...

Juanjo jurame que por mucho que te lo pregunte, nunca jamás me dirás como se llama tu empresa...jajaja prefiero vivir con ese anónimo a cuestas.

En fin...estos americanos...(con la tirria que les tengo..., tienen unas contradicciones que no hay por donde cogerlos.