domingo, 11 de septiembre de 2011

Experiencias turcas (IV) Boquerones y desastres aéreos



Que los turcos, o al menos el turco que nos servía de conductor e intérprete, son gente de verdad sentida, lo comprendí el viernes por la tarde en el que regresábamos de la central de Dogankent, para pasar el fin de semana, a Trabzon, la antigua Trapezus o Trebisonda, ciudad pintoresca a las orillas de Mar Negro con pasado griego y bizantino.


Recuerdo que aquella tarde caían chuzos de punta y el viaje, aunque corto, no era moco de pavo. Ese día, sin explicación alguna, nos llevaron por el camino de las montañas, en lugar del habitual bajando por el valle y siguiendo la costa, unas montañas imponentes de cuatro mil metros de altura a orillas del mar. Mas que lluvia, aquello era una especie de agua nieve que según se ascendía se convertía en una señora nevada que cubría el bosque de nieve, tanto que si te dejabas llevar por la imaginación aquello eran los Alpes y Trabzon un cantón suizo. Pero conducir por aquellas carreteras, a la manera que conducen los turcos, daba mucho miedo y disfrutar del paisaje con el esfínter contraído no es igual de placentero. ¿Por qué aquel hombre se jugaba su pellejo y el nuestro? Pues porque había decidido buscar a un mecánico que arregló su coche hacía 20 años además de dar cobijo a su familia los días que allí se quedaron tirados. Lo curioso es que nunca más había vuelto a saber de él pero estaba decidido a encontrarlo.


Cuando por fin llegamos al pueblo que era nuestro destino intermedio, el taller no existía y la casa del mecánico había desaparecido en un incendio, una persona normal hubiera desistido pero Dogan, nuestro chófer, no. Preguntó a montones de personas hasta que consiguió una pista que nos llevó a dar con el mecánico y su esposa, que para sorpresa nuestra se habían realojado en una casa que podríamos llamar simplemente chabola. Sí, allí nos encontramos dos venerables ancianos de la Turquía profunda viviendo en unas condiciones de hace doscientos años, las hacía fiestas un perro cojo que jugaba junto a unos coches desvencijados por las inclemencias del tiempo y por los años. La tristeza que me produjeron a simple vista es difícil de expresar, pero duró poco viendo las imágenes del reencuentro de los fugaces viejos amigos, fue como la letra del tango, 20 años no fueron nada para ellos, ni para nosotros, porque tras presentarnos y contarlos nuestra historia fuimos convenientemente estrujados y achuchados.

Como era muy tarde y nos quedaba mucha ruta por delante, no nos entretuvimos mucho y pudimos seguir nuestro viaje con la promesa de volver a comer con ellos en nuestro camino de regreso a la central. Y así lo hicimos, el domingo a medio día estábamos allí de nuevo. Una lumbre, ya casi hecha ascuas, acompañaba a un barreño lleno de boquerones, muy típicos en el mar Negro, ese sería nuestro plato principal, hechos a la parrilla, acompañados por agua de un manantial y una ensalada de tomates del huerto. Nunca, pero nunca jamás, volveré a comer tantos boquerones como aquel día, es costumbre por aquellas tierras que el anfitrión coma lo justo y ceda la mayor parte de la comida al invitado que Alá ha guiado hasta su mesa, de la misma manera es de muy mala educación no acabar con toda la comida que a uno se le ofrece, por lo que los boquerones se multiplicaban en nuestros platos como si viviésemos un “revival” (1) del milagro de los panes y los peces.

Admito que los boquerones estaban deliciosos, pero debieron estar como una semana nadando por mis entrañas en forma de horribles y continuos retortijones, bueno, a mi compañera le fue peor y tuvo tal gastroenteritis que se pasó una semana en cama dejándose la vida por los desagües.

Tras el ágape, nos contaron que cerca de allí se había estrellado el desdichadamente famoso Yak42 que transportaba militares españoles de Afganistán a España. El mecánico, amablemente, se ofreció a llevarnos al lugar de la tragedia, bueno, más que amablemente con mucho sentimiento, ya que la mayoría de los turcos tienen una imagen muy cercana y querida del ejército. Y aunque en un principio nos negamos a ir, y menos en su todoterreno que debía estar fabricado en la época del imperio otomano, al final accedimos siempre y cuando pagásemos nosotros el combustible, que no era cuestión de que el hombre se dejase allí sus escasas liras, bastante esfuerzo ya habría sido comprar los boquerones. Me hizo mucha gracia que su mujer se metiese en la chabola para salir equipada de una escopeta, que debió vivir sus mejores momentos en las guerras de Ataturk, por si se nos cruzaba algún bicho por la montaña y de paso nos traíamos la cena. Allí estaba, en la parte trasera de un jeep antidiluviano, cerca de las montañas de Caúcaso, con unos desconocidos que no hablaban mi idioma y con una escopeta en las manos.

A paso de tortuga fuimos ascendiendo hasta la cima de las montañas por un camino nevado mientras que disfrutábamos de unas vistas impresionantes, al cabo de una hora el vehículo se paro y saltamos por el portón trasero. A pocos metros un pequeño monumento memorial recordaba a las victimas, según nos contaron estaba situado justo en el lugar en el que se estrelló el morro del avión. Me acerqué hasta allí y no pude dejar de emocionarme al ver escritos en la piedra los nombres de tantos compatriotas que fueron a morir de una forma tan lamentable en aquel rinconcito del mundo en el que no se les había perdido nada. Lo más triste fue comprobar que realmente tuvieron muy mala suerte porque la cima de la montaña estaba a unos escasos cincuenta metros. Hasta allí pasee para ver el mar que hubiese supuesto su salvación en el otro lado, por el camino pude ver pequeños restos del fuselaje del avión, todavía esparcidos, no sé por qué recogí uno y lo metí en mi mochila, ahora es un triste recuerdo macabro.


Son cosas de la vida, tan caprichosa, que nos lleva a vivir situaciones inesperadas, que nos coloca en sitios en los que jamás hubiéramos pensado en estar, que te regala días así de inolvidables y en los que encima te pagan dietas por hacer tu trabajo.

(1) Comillas patrocinadas por Anijol, que siempre brilla y da esplendor.

5 comentarios:

Anniehall dijo...

¿Por qué patrocino yo las comillas? No entiendo nada.

Bueno lo otro sí, muy emocionante todo. La gente que comparte la nada que tiene, los restos del accidente... eso sí lo entiendo.

pseudosocióloga dijo...

Impresionante.
¿Eres tú el de la derecha?

Gordipé dijo...

Vaya yogurín estabas hecho...

No dijo...

¿¿¿que gente mas enrollada no???
supongo que no tienen mucho que hacer... ;)

Explorador dijo...

Parece una experiencia muy auténtica, así que gracias por compartirla, me ha hecho sentir la hospitalidad de esa buena gente.

Lo de acabar toda la comida y seguir echando más y más no debe ser islámica del todo, mis dos abuelas también lo hacen. A ellas les echan un trocito más y pegan unas voces... jajajaja

Un abrazo mu grande, espero que todo vaya bien :)