Si existe algo bueno en una empresa es que te den formación, bueno, y un sueldo, si a final de mes no llega la mortadela el resto sobra. Para el que haya trabajado toda la vida en una empresa como Dios manda, y no en un chiringuito, que le manden a un curso igual hasta le parece una putada, pero cuando la única formación que has tenido es la propia de la vida o, como mucho, descubrir qué marca de insecticida mata mejor las cucarachas que pululan por tu inmunda nave, entonces, ir a un curso es una experiencia sumamente reconfortante. Si encima vas porque lo has solicitado y la empresa paga el importe, incluyendo el de prescindir unos días de tus servicios, es el no va más, te sientes importante, crees que el mundo es un lugar mejor y que tu contrato de esclavitud a tiempo parcial merece la pena.
La semana pasada estuve en un curso que impartía uno de mis revisores de hojas de papel favoritos, es tan bueno que me había ya comprado un par de libros suyos antes del curso y, por supuesto, los dos tenían todas las páginas con dos caras, pares e impares, como debe ser. Verle me ha recordado que la gente no tiene que ser exactamente como escribe, aviso a navegantes, el ser más ingenioso del mundo delante de una hoja en blanco puede ser una seta en persona, y viceversa, una seta puede estar llena de encanto si se pone delante de un teclado. La muestra no está muy lejos, justo a este lado del teclado.
Pero no es de eso de lo que quiero hablar, no, a mí lo que me llama la atención es ver cómo nos comportamos en una situación en la que juntamos durante tres días a veinte desconocidos. En principio puede sonar a gran hermano, pero va a ser que no, fundamentalmente porque para poder hacer la inscripción había que saber leer y escribir, y salvo sorpresa tremenda creo que todos los asistentes sabían hasta sumar y restar, un nivelazo. Pero vamos por el principio, me revientan los cursos que comienzan con una presentación de los premiados, coño, que a un curso vas a aprender no a hacer terapia de alcohólicos anónimos, eso de “hola, me llamo Juanjo_ML, soy ingeniero industrial y reviso hojas de papel… pero me estoy quitando” a mí me revienta. Ya que hay que pasar por eso lo genial sería que los demás compañeros, en lugar de solo pensarlo, te respondieran con un “me importa un huevo” o “que te folle un pez”, pero el solitario eco de tu voz es todo lo que te responde, da mucho miedo.
Luego está la metodología, existen dos tipos de cursos, los que te duermes mientras te leen transparencias y los que te dan un ordenador para que sigas los pasos de las mismas, no hay más. El mundo de los cursos hoy en día gira alrededor de una presentación de PowerPoint en la que el profesor puede hacer gala de su vena artística. Me imagino cómo sería dar clase en una universidad del siglo XIV, sin diapositivas, sin botellas de agua y sin compañeras a las que mirar de reojo, un auténtico coñazo. Pero seguro que se aprendía algo, porque lo único bueno de un curso es lo que se dice y no está en las transparencias. Por eso no me extraña que muchos de los alumnos acaben haciendo viajes astrales por galaxias lejanas a lomos de dragones alados que cantan eso de “Vamos con afán, todos a la vez, a buscar con ahínco la bola de dragón”, y vaya si la encuentras, a base de escandalosas cabezadas que provocan el descojone del personal, son esas mismas risas las que te arrebatan a Goku y te devuelven abochornado al mundo de los mortales.
Pero afortunadamente ha llegado la pausa del café, el combustible universal del sufrido alumno de un curso, es la primera prueba de fuego social. Hace tiempo la tensión de no saber ni con quién hablar ni de qué hacía que abrieras la boca y soltases la primera gilipollez que se te viniera a la cabeza, normalmente el socorrido recurso del tiempo, de dónde vienes o en qué trabajas. Por cierto, un fenómeno me ha preguntado si trabajaba o era estudiante, a mi contestación de que ya se me ha pasado un poco el arroz para estudiar me ha contestado que hay gente que sigue estudiando sin importarle la edad, ¿me lo dices o me lo cuentas?, campeón. Sin embargo ahora lo primero que hace la gente es lanzarse a hablar por el móvil, o simplemente a mirarlo como si fuera a llamarle en ese preciso momento el tío o tía más macizo del universo. Vamos que muy mal, así no se puede, estás en un curso y es la pausa del café, es momento de usar la maldita y mal usada palabra, socializar.
Con mucho esfuerzo a duras penas surge alguna conversación y poco a poco hasta se van formando grupos con el mínimo común denominador del azar. Parece una tontería pero no lo es, durante el tiempo que dure el curso ellos serán tu tribu y no los otros, a los que sin comerlo ni beberlo ya tienes hasta manía. Con ellos comes, con ellos charlas café tras café y con ellos bajas las escaleras camino del metro. En pocas horas parecen amigos de toda la vida sin hacer caso de la realidad, porque en unas horas desaparecerán de tu vida y si te he visto no me acuerdo. Porque nadie te llama o te manda un correo a pesar de que juraron hacerlo, y tú mismo cuando vuelves a ver la tarjeta que te dieron ni recuerdas quién te la ha dado ni dónde fue. Es así, todo se olvida vertiginosamente rápido, especialmente el temario del curso. ¿De qué estaba hablando?
La semana pasada estuve en un curso que impartía uno de mis revisores de hojas de papel favoritos, es tan bueno que me había ya comprado un par de libros suyos antes del curso y, por supuesto, los dos tenían todas las páginas con dos caras, pares e impares, como debe ser. Verle me ha recordado que la gente no tiene que ser exactamente como escribe, aviso a navegantes, el ser más ingenioso del mundo delante de una hoja en blanco puede ser una seta en persona, y viceversa, una seta puede estar llena de encanto si se pone delante de un teclado. La muestra no está muy lejos, justo a este lado del teclado.
Pero no es de eso de lo que quiero hablar, no, a mí lo que me llama la atención es ver cómo nos comportamos en una situación en la que juntamos durante tres días a veinte desconocidos. En principio puede sonar a gran hermano, pero va a ser que no, fundamentalmente porque para poder hacer la inscripción había que saber leer y escribir, y salvo sorpresa tremenda creo que todos los asistentes sabían hasta sumar y restar, un nivelazo. Pero vamos por el principio, me revientan los cursos que comienzan con una presentación de los premiados, coño, que a un curso vas a aprender no a hacer terapia de alcohólicos anónimos, eso de “hola, me llamo Juanjo_ML, soy ingeniero industrial y reviso hojas de papel… pero me estoy quitando” a mí me revienta. Ya que hay que pasar por eso lo genial sería que los demás compañeros, en lugar de solo pensarlo, te respondieran con un “me importa un huevo” o “que te folle un pez”, pero el solitario eco de tu voz es todo lo que te responde, da mucho miedo.
Luego está la metodología, existen dos tipos de cursos, los que te duermes mientras te leen transparencias y los que te dan un ordenador para que sigas los pasos de las mismas, no hay más. El mundo de los cursos hoy en día gira alrededor de una presentación de PowerPoint en la que el profesor puede hacer gala de su vena artística. Me imagino cómo sería dar clase en una universidad del siglo XIV, sin diapositivas, sin botellas de agua y sin compañeras a las que mirar de reojo, un auténtico coñazo. Pero seguro que se aprendía algo, porque lo único bueno de un curso es lo que se dice y no está en las transparencias. Por eso no me extraña que muchos de los alumnos acaben haciendo viajes astrales por galaxias lejanas a lomos de dragones alados que cantan eso de “Vamos con afán, todos a la vez, a buscar con ahínco la bola de dragón”, y vaya si la encuentras, a base de escandalosas cabezadas que provocan el descojone del personal, son esas mismas risas las que te arrebatan a Goku y te devuelven abochornado al mundo de los mortales.
Pero afortunadamente ha llegado la pausa del café, el combustible universal del sufrido alumno de un curso, es la primera prueba de fuego social. Hace tiempo la tensión de no saber ni con quién hablar ni de qué hacía que abrieras la boca y soltases la primera gilipollez que se te viniera a la cabeza, normalmente el socorrido recurso del tiempo, de dónde vienes o en qué trabajas. Por cierto, un fenómeno me ha preguntado si trabajaba o era estudiante, a mi contestación de que ya se me ha pasado un poco el arroz para estudiar me ha contestado que hay gente que sigue estudiando sin importarle la edad, ¿me lo dices o me lo cuentas?, campeón. Sin embargo ahora lo primero que hace la gente es lanzarse a hablar por el móvil, o simplemente a mirarlo como si fuera a llamarle en ese preciso momento el tío o tía más macizo del universo. Vamos que muy mal, así no se puede, estás en un curso y es la pausa del café, es momento de usar la maldita y mal usada palabra, socializar.
Con mucho esfuerzo a duras penas surge alguna conversación y poco a poco hasta se van formando grupos con el mínimo común denominador del azar. Parece una tontería pero no lo es, durante el tiempo que dure el curso ellos serán tu tribu y no los otros, a los que sin comerlo ni beberlo ya tienes hasta manía. Con ellos comes, con ellos charlas café tras café y con ellos bajas las escaleras camino del metro. En pocas horas parecen amigos de toda la vida sin hacer caso de la realidad, porque en unas horas desaparecerán de tu vida y si te he visto no me acuerdo. Porque nadie te llama o te manda un correo a pesar de que juraron hacerlo, y tú mismo cuando vuelves a ver la tarjeta que te dieron ni recuerdas quién te la ha dado ni dónde fue. Es así, todo se olvida vertiginosamente rápido, especialmente el temario del curso. ¿De qué estaba hablando?
8 comentarios:
un diez por este texto. la camaradería crece enteros cuando ves a un compañero cabecear un momento de hacerlo uno mismo. en esos momentos se crea una conexión especial entre los asistentes a tan tediosos cursos.
de que era el curso?
Variables de proceso, apasionante :)
Hay gente que se lo monta bien, un curso sólo de variables de proceso??? Yo flipo.
Annie, es una justa recompensa a mis deméritos laborales. Del buffet a base de ahumados y mariscos mejor ni hablo...
Yo he de decir que esto de los cursos me suena a ciencia-ficción. Llevo 9 años trabajando en la universidad (bueno, en la fundación de la universidad) y no he recibido un curso de absolutamente nada.
ND te entiendo perfectamente, he vivido en inframundos peores que la universidad...
Por eso hay que trabajar una empresa en la que el número mínimo de horas de formación estén reflejadas en el plan de calidad, porque si no fuera así dudo que existiera la formación.
Plan de calidad? Desde luego es que habláis con unos tecnicismos que no se entiende nada...
Eh! que eso lo sé ahora. Antes el plan de calidad para mí era que cada año alguien limpiase los baños...
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