Nota: Este relato no me gusta nada de nada, es fruto de una tarde de depresión, bueno el tema tampoco ayudaba, a contracorriente, pero si he publicado los relatos "buenos" es de justicia desempolvar los malos...
Juan García García era un hombre gris y vulgar, tan vulgar como su nombre. Lo supo desde el mismo momento que vino al mundo al ver reflejados en los ojos de la comadrona sus cincuenta centímetros y sus tres kilos ciento cincuenta gramos. Nadie le llamo guapo, nadie le pellizco en las mejillas, ni siquiera mintieron diciendo que era un niño gracioso o simpático. No, lo único que escuchó fue a su tío Mariano murmurar en bajo que el jodio niño tenía cara de inspector de hacienda, y el tío Mariano nunca se equivocaba, todos asintieron. Solo su madre le acarició la cabeza mientras por primera vez le ofreció un pecho seco como el corcho y con sabor a poliespan.
Juan recibió una educación sobria y austera, casi podría calificarse de espartana, sin la compañía de un hermano y rodeado siempre de adultos que nunca reparaban en su presencia. ¡Y cuánto hubiera deseado ser invisible!, sobre todo en el colegio, donde era la victima recurrente de las burlas de sus compañeros. Las collejas y capones le forjaron el alma, la alegría de la infancia murió aplastada sobre el yunque de la incomprensión, por eso, desde niño, comprendió que su vida no sería como la de los demás, a él le tocaría pelear y girar en el sentido inverso de la órbita terrestre. Buscó refugio en los libros y leyó compulsivamente, persiguiendo respuestas, pero solo encontró nuevas preguntas hasta comprender que lo que él necesitaba saber no se podía encontrar en los libros. Fue su primera lección aprendida.
Y se le quedó grabada a sangre y fuego, existían personas para las que todo era fácil, a las que el éxito les venía rodado, y él no era una de ellas, él era un salmón. Tan amargo era su pensamiento que se convirtió en obsesión, en un deseo brutal por ser querido y aceptado fabricando un personaje imaginario que suplantaba su verdadera personalidad. Luchó con todas sus fuerzas por ser parte de la tribu, aprendió a ser ingenioso y a llamar la atención, o eso creía, porque a los ojos de los demás nunca pasó de ser un estúpido bufón, el hazmerreir, el payaso de las tortas. Pero se inventó que no le importaba, que si no lo pensaba no le dolería y se lo creyó y lo llamó normalidad. No lo era.
Estudió una carrera y aprobó unas oposiciones, de inspector de hacienda, por supuesto, para gran regocijo de su tío Mariano que se colgó la medalla dorada del ya lo decía yo. Juan fue todo lo que no quería ser, sin ni tan siquiera saberlo y, aunque de puertas para afuera de su verdadero yo todo parecía ir bien, se abrió en su interior una sima que separaba a sus sentimientos reprimidos de su caparazón prefabricado, una fractura que cada día se iba haciendo más grande, sin poderlo remediar. Su vida se convirtió en un río de aguas profundas que irremisiblemente le arrastraban a un sumidero del que era imposible escapar.
Y llegó el día en el que Juan no pudo más, su cerebro dijo basta y decidió, sin preguntarle, olvidarlo todo. Fue una renuncia voluntaria del subconsciente, una desconexión de los sentidos que se volvieron incapaces de acceder al cofre de los recuerdos. Paso una hora, pasaron dos, llegó la noche, amaneció, volvió a anochecer y Juan no acumuló ningún recuerdo nuevo, solo era consciente de su existencia, pero ésta ya no le pertenecía. Fue entonces cuando desapareció la indiferencia, cuando se hizo invisible la ausencia de amor y, aunque no pudo adivinar cómo había llegado a esa situación, sintió un gran alivio, un deseo infinito e irresistible de dejarse llevar.
Notó que la corriente del río le arrastraba a favor, que solo tenía que dejarse llevar, era el triunfo del olvido, el salmón había muerto, por fin era libre.
Juan recibió una educación sobria y austera, casi podría calificarse de espartana, sin la compañía de un hermano y rodeado siempre de adultos que nunca reparaban en su presencia. ¡Y cuánto hubiera deseado ser invisible!, sobre todo en el colegio, donde era la victima recurrente de las burlas de sus compañeros. Las collejas y capones le forjaron el alma, la alegría de la infancia murió aplastada sobre el yunque de la incomprensión, por eso, desde niño, comprendió que su vida no sería como la de los demás, a él le tocaría pelear y girar en el sentido inverso de la órbita terrestre. Buscó refugio en los libros y leyó compulsivamente, persiguiendo respuestas, pero solo encontró nuevas preguntas hasta comprender que lo que él necesitaba saber no se podía encontrar en los libros. Fue su primera lección aprendida.
Y se le quedó grabada a sangre y fuego, existían personas para las que todo era fácil, a las que el éxito les venía rodado, y él no era una de ellas, él era un salmón. Tan amargo era su pensamiento que se convirtió en obsesión, en un deseo brutal por ser querido y aceptado fabricando un personaje imaginario que suplantaba su verdadera personalidad. Luchó con todas sus fuerzas por ser parte de la tribu, aprendió a ser ingenioso y a llamar la atención, o eso creía, porque a los ojos de los demás nunca pasó de ser un estúpido bufón, el hazmerreir, el payaso de las tortas. Pero se inventó que no le importaba, que si no lo pensaba no le dolería y se lo creyó y lo llamó normalidad. No lo era.
Estudió una carrera y aprobó unas oposiciones, de inspector de hacienda, por supuesto, para gran regocijo de su tío Mariano que se colgó la medalla dorada del ya lo decía yo. Juan fue todo lo que no quería ser, sin ni tan siquiera saberlo y, aunque de puertas para afuera de su verdadero yo todo parecía ir bien, se abrió en su interior una sima que separaba a sus sentimientos reprimidos de su caparazón prefabricado, una fractura que cada día se iba haciendo más grande, sin poderlo remediar. Su vida se convirtió en un río de aguas profundas que irremisiblemente le arrastraban a un sumidero del que era imposible escapar.
Y llegó el día en el que Juan no pudo más, su cerebro dijo basta y decidió, sin preguntarle, olvidarlo todo. Fue una renuncia voluntaria del subconsciente, una desconexión de los sentidos que se volvieron incapaces de acceder al cofre de los recuerdos. Paso una hora, pasaron dos, llegó la noche, amaneció, volvió a anochecer y Juan no acumuló ningún recuerdo nuevo, solo era consciente de su existencia, pero ésta ya no le pertenecía. Fue entonces cuando desapareció la indiferencia, cuando se hizo invisible la ausencia de amor y, aunque no pudo adivinar cómo había llegado a esa situación, sintió un gran alivio, un deseo infinito e irresistible de dejarse llevar.
Notó que la corriente del río le arrastraba a favor, que solo tenía que dejarse llevar, era el triunfo del olvido, el salmón había muerto, por fin era libre.
4 comentarios:
Un recién nacido con cara de inspector de hacienda jajajajaj, y juer, que final.
No es malo, creo que tienes otros mejores, pero es una fábula bien escrita, quizá algo breve, pero en un blog eso casi se impone. Y la frase "un deseo brutal por ser querido y aceptado fabricando un personaje imaginario que suplantaba su verdadera personalidad" no puede estar en un mal relato, imposible. Los tienes mejores...pero igual es que el nivel es alto ;)
Yo también pienso a veces en esa gente que parece tenerlo todo, si serán felices, suelo pensar que yo en su situación lo sería...pero a veces uno sobreestima lo que le falta.
Un abrazo.
No sé, no me convence, son unas cuantas ideas un poco deslabazadas, pero como siempre se agradece el verte por aquí apoyando ;)
Un abrazo
Pues es verdad que no es de los mejores pero tampoco diría yo que malo. Le falta un poco más de tiempo creo.
Annie, has dado en el clavo, pero además es que no es bueno, pero no hay que renunciar a los hijos, aunque nos salgan feos.
Aunque a nosotros nos hayan salido estupendos :)
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