Cuando pienso en mi infancia y la veo a través del prisma actual la verdad es que me echo a temblar. Si los valores que ahora están de moda lo hubieran estado hace 25 o 30 años yo y todos los de mi pandilla deberíamos estar traumatizados, haber caído en la delincuencia o ser drogadictos. Si no te lo crees escucha un disco de Los Pecos y luego me comentas.
Yo crecí en Alcorcón, en un barrio con un nombre tan glamouroso como “Colonia Bellas Vistas” y una realidad tan triste como “Barrio del otro lado de la vía”. Las bellas vistas eran por un lado las vías del tren y por el otro la carretera nacional V, dos líneas paralelas que delimitaban nuestro mundo como los Andes y el Pacífico delimitan a Chile. Entonces no se llevaban las urbanizaciones cerradas con piscina y pista de pádel, entonces lo que se llevaba era la protección oficial, pero no la de sorteo en un polideportivo de un piso con garaje y trastero. No, de eso nada, la de entonces era la de los letreros del ministerio de la vivienda adornados por un yugo y unas flechas. Y es que el ministerio de la vivienda aunque parezca mentira no es un invento de los socialistas.
En lo que no mentía el nombre de mi barrio era en lo de Colonia, ¡éramos una legión! Nosotros fuimos lo que ahora se llama el “baby boom” de los 70 aunque en ese momento no teníamos consciencia de ser nada de eso. Nuestro barrio era lo que entonces se llamaba un barrio dormitorio. Yo no entendía bien ese concepto porque en él no solo dormíamos, en él vivíamos. Dicen que se llamaba así porque los mayores iban a Madrid a trabajar y volvían para dormir, pero era una verdad a medias, las madres por entonces no trabajaban y los padres solo cuando tenían la suerte de encontrar trabajo, total, que para mi un barrio dormitorio era un barrio de mierda en el que no había de nada y nadie tenía ni un puto duro. En mi colegio las clases estaban masificadas, suerte tenías si por lo menos eran de cuarenta y a pesar de eso no recuerdo que fuese tan malo. Los profesores tenían autoridad y si te descuidabas te caía un pescozón o un tizazo tan certero como el disparo de un francotirador serbobosnio. Y eso era normal y no se te ocurría ir con el cuento a tus padres porque la presunción de inocencia no existía e imperaba la ley del “algo habrás hecho”.
La vida transcurría en la calle, no en el Messenger, los amigos tenían nombres de verdad, Francisco, Eduardo… y no “frank13” o “edu_alkorkon”, no sabíamos lo que era el bullying, pero como hijoputas los ha habido siempre, un día si y otro también acabábamos a hostias o a pedradas en el colegio, lo cual no quitaba para que al día siguiente ya estuviéramos jugando otra vez juntos presumiendo de llevar tres puntos de sutura. Las videoconsolas, el móvil o el correo electrónico nos hubieran parecido ideas tan futuristas como el advenimiento de la Tercera República y si nos hubieran dicho que un futbolista se iba a llamar CR9 nos hubiéramos descojonado de la risa. Entonces los apodos eran “Tarzán” Migueli, “Algarrobo” Arteche sin olvidarnos de Goikoetxea “El carnicero de Bilbao”. Estos desde luego que no eran metrosexuales ni vendían camisetas ni puñetera falta que les hacía.
Lo bueno de ser tan pobres y de solo tener una cadena y media de televisión es que se desarrollaba la imaginación, quien no se crea que con unas chapas se pueda montar unas olimpiadas que me pregunte. En el Alcorcón de 1980 tener un balón o una raqueta era un lujo para muchos, pero a grandes males grandes remedios, ¿que no teníamos para un balón? pues todos los niños del barrio poníamos un fondo para comprar uno que estuviese siempre disponible en la tienda de ultramarinos, ¿que no teníamos todos raquetas? pues nos hacíamos unas nosotros que eran como palas de pimpón gigantes y quien no tuviera una igual no jugaba, así de claro. Sin saberlo éramos socialistas y habíamos inventado la discriminación positiva.
Aún recuerdo mi primera bicicleta, una Rabasa Derbi Panther de segunda mano más fea que trabajar en domingo y que pesaba más que la conciencia de George W. Bush. ¡Y menos mal que pesaba! porque de alguna manera teníamos que quemar esos bocadillos de pan con mantequilla y azúcar. ¡Nos sabían a gloria! Ahora parecerán una barbaridad pero es que entonces el monstruo de las galletas comía galletas y no zanahorias y coliflores y las hamburguesas se llamaban filetes rusos y se hacían en casa. Si me hubieran entonces hablado de McDonald hubiera pensado que era el primo escocés del pato Donald, cada vez que pienso que hay uno justo donde yo cazaba lagartijas se me abren las carnes.
Ahora que hemos sucumbido al móvil, al portátil y a la Playstation con tele de plasma de 37’’ todo esto parece quedar tan lejano como las guerras púnicas. Solo es una batallita para contar a mi hijo y a mi hermana pequeña, pero como decían los Who: “This is my generation. This is my generation, baby”
Yo crecí en Alcorcón, en un barrio con un nombre tan glamouroso como “Colonia Bellas Vistas” y una realidad tan triste como “Barrio del otro lado de la vía”. Las bellas vistas eran por un lado las vías del tren y por el otro la carretera nacional V, dos líneas paralelas que delimitaban nuestro mundo como los Andes y el Pacífico delimitan a Chile. Entonces no se llevaban las urbanizaciones cerradas con piscina y pista de pádel, entonces lo que se llevaba era la protección oficial, pero no la de sorteo en un polideportivo de un piso con garaje y trastero. No, de eso nada, la de entonces era la de los letreros del ministerio de la vivienda adornados por un yugo y unas flechas. Y es que el ministerio de la vivienda aunque parezca mentira no es un invento de los socialistas.
En lo que no mentía el nombre de mi barrio era en lo de Colonia, ¡éramos una legión! Nosotros fuimos lo que ahora se llama el “baby boom” de los 70 aunque en ese momento no teníamos consciencia de ser nada de eso. Nuestro barrio era lo que entonces se llamaba un barrio dormitorio. Yo no entendía bien ese concepto porque en él no solo dormíamos, en él vivíamos. Dicen que se llamaba así porque los mayores iban a Madrid a trabajar y volvían para dormir, pero era una verdad a medias, las madres por entonces no trabajaban y los padres solo cuando tenían la suerte de encontrar trabajo, total, que para mi un barrio dormitorio era un barrio de mierda en el que no había de nada y nadie tenía ni un puto duro. En mi colegio las clases estaban masificadas, suerte tenías si por lo menos eran de cuarenta y a pesar de eso no recuerdo que fuese tan malo. Los profesores tenían autoridad y si te descuidabas te caía un pescozón o un tizazo tan certero como el disparo de un francotirador serbobosnio. Y eso era normal y no se te ocurría ir con el cuento a tus padres porque la presunción de inocencia no existía e imperaba la ley del “algo habrás hecho”.
La vida transcurría en la calle, no en el Messenger, los amigos tenían nombres de verdad, Francisco, Eduardo… y no “frank13” o “edu_alkorkon”, no sabíamos lo que era el bullying, pero como hijoputas los ha habido siempre, un día si y otro también acabábamos a hostias o a pedradas en el colegio, lo cual no quitaba para que al día siguiente ya estuviéramos jugando otra vez juntos presumiendo de llevar tres puntos de sutura. Las videoconsolas, el móvil o el correo electrónico nos hubieran parecido ideas tan futuristas como el advenimiento de la Tercera República y si nos hubieran dicho que un futbolista se iba a llamar CR9 nos hubiéramos descojonado de la risa. Entonces los apodos eran “Tarzán” Migueli, “Algarrobo” Arteche sin olvidarnos de Goikoetxea “El carnicero de Bilbao”. Estos desde luego que no eran metrosexuales ni vendían camisetas ni puñetera falta que les hacía.
Lo bueno de ser tan pobres y de solo tener una cadena y media de televisión es que se desarrollaba la imaginación, quien no se crea que con unas chapas se pueda montar unas olimpiadas que me pregunte. En el Alcorcón de 1980 tener un balón o una raqueta era un lujo para muchos, pero a grandes males grandes remedios, ¿que no teníamos para un balón? pues todos los niños del barrio poníamos un fondo para comprar uno que estuviese siempre disponible en la tienda de ultramarinos, ¿que no teníamos todos raquetas? pues nos hacíamos unas nosotros que eran como palas de pimpón gigantes y quien no tuviera una igual no jugaba, así de claro. Sin saberlo éramos socialistas y habíamos inventado la discriminación positiva.
Aún recuerdo mi primera bicicleta, una Rabasa Derbi Panther de segunda mano más fea que trabajar en domingo y que pesaba más que la conciencia de George W. Bush. ¡Y menos mal que pesaba! porque de alguna manera teníamos que quemar esos bocadillos de pan con mantequilla y azúcar. ¡Nos sabían a gloria! Ahora parecerán una barbaridad pero es que entonces el monstruo de las galletas comía galletas y no zanahorias y coliflores y las hamburguesas se llamaban filetes rusos y se hacían en casa. Si me hubieran entonces hablado de McDonald hubiera pensado que era el primo escocés del pato Donald, cada vez que pienso que hay uno justo donde yo cazaba lagartijas se me abren las carnes.
Ahora que hemos sucumbido al móvil, al portátil y a la Playstation con tele de plasma de 37’’ todo esto parece quedar tan lejano como las guerras púnicas. Solo es una batallita para contar a mi hijo y a mi hermana pequeña, pero como decían los Who: “This is my generation. This is my generation, baby”
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