Yo perdí la virginidad en Lliria y no estoy hablando de sexo, no, yo perdí la virginidad en Lliria porque me pusieron el culo como la bandera del Japón. ¡Ah! Y sigo sin hablar de sexo.
Al terminar la carrera encontré trabajo en un chiringuito, pero no para servir pescaito y rebujito, ¡qué va!, cuando digo chiringuito me refiero a una empresa patera. Y eso que el curro no sonaba mal del todo. Hacíamos robótica en una nave de Azuqueca, pero las condiciones dejaban bastante que desear, aún me castañetean los dientes cuando pienso en esos días de invierno con varios grados bajo cero sin calefacción, sin agua corriente y sin baño. Solo todo esto daría para escribir un libro pero hoy no toca. Hoy voy a hablar de la primera vez que me mandaron a obra, tenía 26 años recién cumplidos.
En Lab Radio nos tocaba instalar unos robots de pintura, pero no unos robots naranjitas de esos del anuncio del Xsara Picasso, no, los nuestros eran unas bestias del averno que pesaban 600 kilos de nada moviéndose a toda pastilla, cada vez que les daba la orden de arrancar me lo hacía encima, y como luego veréis mis motivos tenía.
El montaje ya prometía, disponíamos de un jefe de obra echado para delante y dos chavales de una ETT que su buena voluntad ponían, aunque poco más podían poner. Aún no sé como pudieron ellos solos levantar cinco enormes pórticos de acero. Además contratamos a dos tíos para que nos hiciesen el cableado, llamarlos esponjas no sé si sería correcto porque con esponjas como ellos tendría la tierra tantos mares como la luna. Sabíamos en que bar habían desayunado porque veíamos no menos de cinco tercios por cabeza en una mesa de la terraza. A las once ya llevaban un par de pelotazos y a las dos ni veían. Fueron nominados a dejar la obra y con lágrimas en los ojos nos abandonaron.
Era verano y lo pasamos en Valencia, pero cambiamos la playa por una nave con techo de Uralita sin aire acondicionado. Los viajes eran divertidos, el coche de empresa era un 205 que por los años que tenía debía ser un 204, además estaba hecho polvo, cada vez que girábamos a la izquierda (nuestra tendencia natural) la rótula chirriaba hasta decir basta y vaya si lo dijo, comenzó entonces la era de Hyundai de alquiler que, entre sus accesorios, disponía de un avión cisterna de lo que tragaba. El transporte de los materiales lo hacíamos nosotros mismos en un Patrol con remolque, todo muy profesional. Recuerdo aún con pánico el día que cargamos tres armarios eléctricos en una furgoneta y los llevamos 350 km sueltos dando hostias en la caja, la furgoneta llegó con la puerta lateral más desencajada que la cara del cliente cuando nos vio descargarlos.
Ya cuando empezamos a montar íbamos retrasados, así que a la semana de estar allí comenzaron las amenazas en muy mal tono. Un día fueron a la cabina de pintura y me sacaron de ella con las mismas palabras que hubiera usado un matón calabrés: “sal un momento fuera que no te va a pasar nada”, para añadir: “dile a tu jefe que si esto no funciona el uno de septiembre se le va a caer el pelo”. No estuvo ni en septiembre, ni en diciembre ni nunca jamás y yo vi a mi jefe con el mismo pelo toda la vida. No se me olvidarán nunca esas maravillosas personas, especialmente el ingeniero de obra acabada Tontells, un niñato chulo y prepotente como pocos he vuelto a ver y al maestro pintor Gremonio, el hombre que inventó el cambio de dirección sin pasar por velocidad cero.
Después de mucho penar conseguimos arrancar y pronto nos dimos cuenta de que aquello no marchaba bien. Los robots temblaban más que mi suegra el día del juicio final y no había forma de arreglarlo. Así que pasó lo que tenía que pasar, una mañana uno de los ejes comenzó a vibrar, entró en resonancia y volaron por los aires eje, motor, cables y la poca moral que me quedaba. No recuerdo cuanto tardé en reaccionar pero debieron ser minutos, horas, ¡yo que sé! La solución “ingenieril” de mi jefe fue rellenar la estructura de arena, así que nos descargamos una furgoneta de sacos de arena y los vaciamos con nuestras propias manos en los pilares (por supuesto no solucionó nada). Fue uno de los múltiples oficios que aprendí allí, descargador de arena, pintor, camillero… sí, camillero, porque en aras de proteger nuestra vista de la pantalla de un portátil nos dieron un portable, es decir un ordenador que transportábamos en una mesa con ruedas (mientras rodaron) de robot en robot con el mismo estilo que los porteadores de la litera de Cleopatra.
Podría cebarme en detalles escabrosos pero los dejaré para el día que escriba sobre los momentos estelares de mi vida. Aunque fueron unos meses espantosos ahora los recuerdo con relativo cariño, allí comenzó mi peregrinar con mi eterno compañero de fatigas y allí conocí a gente estupenda que se encargó de cuidar nuestro paladar pero sobre todo nuestra maltrecha alma, afortunadamente, diez años después, aún puedo decir que son estupendos.
Al final tras múltiples cambios y ñapas, sobre todo ñapas, aquello medio funcionó, era nuestro estilo, en siete años allí (¿siete? ¡Pero mira que eres burro Juanjito!) nunca jamás llegué a hacer nada de lo que pudiera sentirme orgulloso. Un año después nos echaron a patadas de la fábrica y sin pagarnos la puesta en marcha. Creo que aquello no llegó jamás a funcionar por mucho que lo intentaron, en el fondo me alegro, ojo por ojo y todos acabamos ciegos, era su filosofía, era su naturaleza.
Al terminar la carrera encontré trabajo en un chiringuito, pero no para servir pescaito y rebujito, ¡qué va!, cuando digo chiringuito me refiero a una empresa patera. Y eso que el curro no sonaba mal del todo. Hacíamos robótica en una nave de Azuqueca, pero las condiciones dejaban bastante que desear, aún me castañetean los dientes cuando pienso en esos días de invierno con varios grados bajo cero sin calefacción, sin agua corriente y sin baño. Solo todo esto daría para escribir un libro pero hoy no toca. Hoy voy a hablar de la primera vez que me mandaron a obra, tenía 26 años recién cumplidos.
En Lab Radio nos tocaba instalar unos robots de pintura, pero no unos robots naranjitas de esos del anuncio del Xsara Picasso, no, los nuestros eran unas bestias del averno que pesaban 600 kilos de nada moviéndose a toda pastilla, cada vez que les daba la orden de arrancar me lo hacía encima, y como luego veréis mis motivos tenía.
El montaje ya prometía, disponíamos de un jefe de obra echado para delante y dos chavales de una ETT que su buena voluntad ponían, aunque poco más podían poner. Aún no sé como pudieron ellos solos levantar cinco enormes pórticos de acero. Además contratamos a dos tíos para que nos hiciesen el cableado, llamarlos esponjas no sé si sería correcto porque con esponjas como ellos tendría la tierra tantos mares como la luna. Sabíamos en que bar habían desayunado porque veíamos no menos de cinco tercios por cabeza en una mesa de la terraza. A las once ya llevaban un par de pelotazos y a las dos ni veían. Fueron nominados a dejar la obra y con lágrimas en los ojos nos abandonaron.
Era verano y lo pasamos en Valencia, pero cambiamos la playa por una nave con techo de Uralita sin aire acondicionado. Los viajes eran divertidos, el coche de empresa era un 205 que por los años que tenía debía ser un 204, además estaba hecho polvo, cada vez que girábamos a la izquierda (nuestra tendencia natural) la rótula chirriaba hasta decir basta y vaya si lo dijo, comenzó entonces la era de Hyundai de alquiler que, entre sus accesorios, disponía de un avión cisterna de lo que tragaba. El transporte de los materiales lo hacíamos nosotros mismos en un Patrol con remolque, todo muy profesional. Recuerdo aún con pánico el día que cargamos tres armarios eléctricos en una furgoneta y los llevamos 350 km sueltos dando hostias en la caja, la furgoneta llegó con la puerta lateral más desencajada que la cara del cliente cuando nos vio descargarlos.
Ya cuando empezamos a montar íbamos retrasados, así que a la semana de estar allí comenzaron las amenazas en muy mal tono. Un día fueron a la cabina de pintura y me sacaron de ella con las mismas palabras que hubiera usado un matón calabrés: “sal un momento fuera que no te va a pasar nada”, para añadir: “dile a tu jefe que si esto no funciona el uno de septiembre se le va a caer el pelo”. No estuvo ni en septiembre, ni en diciembre ni nunca jamás y yo vi a mi jefe con el mismo pelo toda la vida. No se me olvidarán nunca esas maravillosas personas, especialmente el ingeniero de obra acabada Tontells, un niñato chulo y prepotente como pocos he vuelto a ver y al maestro pintor Gremonio, el hombre que inventó el cambio de dirección sin pasar por velocidad cero.
Después de mucho penar conseguimos arrancar y pronto nos dimos cuenta de que aquello no marchaba bien. Los robots temblaban más que mi suegra el día del juicio final y no había forma de arreglarlo. Así que pasó lo que tenía que pasar, una mañana uno de los ejes comenzó a vibrar, entró en resonancia y volaron por los aires eje, motor, cables y la poca moral que me quedaba. No recuerdo cuanto tardé en reaccionar pero debieron ser minutos, horas, ¡yo que sé! La solución “ingenieril” de mi jefe fue rellenar la estructura de arena, así que nos descargamos una furgoneta de sacos de arena y los vaciamos con nuestras propias manos en los pilares (por supuesto no solucionó nada). Fue uno de los múltiples oficios que aprendí allí, descargador de arena, pintor, camillero… sí, camillero, porque en aras de proteger nuestra vista de la pantalla de un portátil nos dieron un portable, es decir un ordenador que transportábamos en una mesa con ruedas (mientras rodaron) de robot en robot con el mismo estilo que los porteadores de la litera de Cleopatra.
Podría cebarme en detalles escabrosos pero los dejaré para el día que escriba sobre los momentos estelares de mi vida. Aunque fueron unos meses espantosos ahora los recuerdo con relativo cariño, allí comenzó mi peregrinar con mi eterno compañero de fatigas y allí conocí a gente estupenda que se encargó de cuidar nuestro paladar pero sobre todo nuestra maltrecha alma, afortunadamente, diez años después, aún puedo decir que son estupendos.
Al final tras múltiples cambios y ñapas, sobre todo ñapas, aquello medio funcionó, era nuestro estilo, en siete años allí (¿siete? ¡Pero mira que eres burro Juanjito!) nunca jamás llegué a hacer nada de lo que pudiera sentirme orgulloso. Un año después nos echaron a patadas de la fábrica y sin pagarnos la puesta en marcha. Creo que aquello no llegó jamás a funcionar por mucho que lo intentaron, en el fondo me alegro, ojo por ojo y todos acabamos ciegos, era su filosofía, era su naturaleza.
1 comentario:
Pues alli sigue todabia compañero. Funcionando a saco aunque no se sabe que tiempo le queda a dicha maquina. Un saludo
Publicar un comentario