jueves, 5 de agosto de 2010

Tocando las nubes, mordiendo el polvo



Creo que soy una persona sensible, bueno, no sé cómo expresarlo, me refiero a que me dejo llevar por los sentimientos con mucha facilidad, a lo mejor demasiada. Desde pequeño me lo han dicho en casa machaconamente, que estoy siempre dispuesto a echar una lagrimilla en cuanto la situación lo requiere, yo creo que ni tanto ni tan calvo, barrunto que el problema debe estar en mis lacrimales, que no deben saber cerrarse herméticamente.

Pero es verdad, soy tremendamente influenciable por el sufrimiento ajeno, incluyendo una tendencia insana a hacer míos los problemas de la humanidad, a pesar de que soy plenamente consciente de que la humanidad, en sentido abstracto, está perfectamente dispuesta a desembarazarse de sus problemas a la menor oportunidad. Sin embargo algo me lleva a compartir el castigo de Atlas y le ayudo a soportar el peso del globo terráqueo como si fuésemos los dos atletas dorados que alzan sus brazos en la copa mundial del deporte del balompié. Por un lado le llamo responsabilidad, por otro soberbia, por creerme capaz de soportar todo lo que me echen a las espaldas, por otro estupidez, que seguramente es lo que más se asemeje a la realidad, es paradójico que una persona medianamente inteligente haga cosas estúpidas sin parar, deduzco que deben existir diferentes estadios de la inteligencia y alguno no debe ser fácil de cuantificar.

Y solo es la punta del iceberg, la manifestación más evidente del torbellino que vive en mi interior. Creo que ya lo he contado, soy incapaz de desconectar el cerebro ni un segundo, sí, a pesar de ser hombre, que le voy a hacer, y es terrible, porque además de darme tiempo a pensar en lo divino y lo humano mil veces a lo largo del día, vivo subido en el primer vagón de una montaña rusa espiral que gira y gira sin parar llevándome de la tristeza a la euforia, y viceversa, a un ritmo vertiginoso, cíclicamente, como si mi cerebro estuviera diseñado por un matemático con muy mala leche que quiso experimentar con el primer hombre fractal. Eso es lo que soy, un hombre fractal que va superando etapas de su vida para irremediablemente encontrarse otra vez atrapado en un juego de la oca que solo permite ir del laberinto al treinta.

Por momentos soy una persona feliz, inmensamente feliz, me siento cabalgar a lomos de un dragón jugando entre las nubes, me siento etéreo, noto como mi verdadero yo abandona el lastre de su envoltorio dejando atrás la baja autoestima y el cofre donde guardo con siete llaves mis complejos. Entonces soy fuerte, me creo capaz de conseguir lo que me proponga, vuelvo a creer en las personas y en los finales felices, en el amor, en la libertad, en que existe algo que da sentido a la palabra justicia. Pero lamentablemente he aprendido que ese no es mi sitio, que puedo tratar de engañarme no mirando hacia abajo y no mirando hacia atrás, pero da igual, no existe truco que valga, mi felicidad es un estado efímero que se volatiliza en cuanto soy consciente de ella como si mi cerebro, cual medusa, la convirtiese en piedra.

Porque cuanto más alto subo con más facilidad inicio un descenso en caída libre que solo termina cuando muerdo el polvo. Imagino que para la mayoría pasar de un punto a otro requiere un proceso, pero no es mi caso, es algo repentino e instantáneo, es como si el sol se pusiera dentro de mí y no existiera el menor indicio de la llegada de un nuevo amanecer. Me siento invadido entonces de una sensación de agobio infinita que me encoje el estómago y me recorre las tripas hasta paralizarme. En esos momentos todo es negro, todo es denso, todo es complicado, los problemas no tienen solución y solo cabe esperar un rayo justiciero que me fulmine y termine con mi agonía, en esos momentos la vida no es más que un reloj de arena con el fondo roto al que miro hipnotizado mientras cuento los granos que quedan para el final.

Y no sé si es una cuenta adelante o una cuenta atrás, pero nunca llego a terminarla, y mientras cuento me sosiego y voy comenzando la remontada. Subo la cuesta que me aleja de las pesadillas y me lleva al reino del equilibrio, un lugar donde puedo ser yo mismo por unos instantes, un lugar sembrado de los ideales románticos que me alimentan. Allí me dejo llevar por la nostalgia y por la melancolía, mis sentimientos favoritos, aunque parezca mentira, y contemplo el gigantesco tablero de ajedrez en el que ambas juegan una partida en la que las negras, las muy cucas, han declinado el gambito de dama, hagan lo que hagan las blancas el resultado está claro, son tablas.

1 comentario:

Anniehall dijo...

Aunque sin llegar a tu ciclotimia :) creo que a todos nos pasa parecido.