Los días eran grises en su ausencia, condenados a repetirse unos a otros, víctimas silenciosas de un calendario que, sin embargo, solo hablaba de ella. Se obligó a olvidarla porque no debía estar allí, no tenía derecho a ocupar ese espacio de su mente que no le pertenecía, aunque habría vendido su alma por que le perteneciera, es más, habría matado por que fuera suyo, habría hecho de rodillas el camino al infierno por volver a verla, sin sacar billete de vuelta, solo para sentir una vez más el olor de su pelo y volver a morder la fruta de sus labios. En la larga ausencia de ella descubrió que se puede obligar al cerebro a negar una realidad, a arrinconar y negar un sentimiento, pero que no se le puede obligar a olvidar, porque entre sus pliegues sabe ocultar como refugiados de la razón a esa bandada de pájaros multicolores que son los recuerdos, a ese lugar inalcanzable que es el pasado.
Por eso, esa noche se volvió a abrigar por fuera y por dentro, armándose de valor para ser capaz de volver a los lugares comunes que una vez, juntos, habían descubierto. Vagó sin rumbo, oculto bajo su disfraz de sombra irreconocible, merodeando para no ser desenmascarado, y de esa manera nunca la encontró. Sintió el frío de la noche congelar sus tuétanos y sus lágrimas, que, como diamantes salinos, se estrellaban contra el asfalto dibujando un camino de perlas rotas que si lo seguías te llevaba a un abismo oscuro y eterno. Y es que en los caminos del corazón las trampas se pagan caras, no se puede jugar al negro si al pensar en ella la imaginas enfundada en un ajustado vestido rojo, no se puede desear amar y guardarse las ganas bajo un disfraz de hombre triste y amargo. No, ese no era el camino, los dos lo sabían, el destino lo sabía, el futuro se lo estaba pensando.
Cambió de táctica al comprender su error, no conseguiría sacarla de su escondite con un disfraz, no lograría que volviese a la vida, a su vida, con una estratagema. El precio estaba fijado y la unidad monetaria no sería el dinero, esta vez tenía que pagar con la verdad desnuda de sus sentimientos. Admitió que la quería, desde siempre, desde que una vez sus caminos se cruzaron antes de ni siquiera conocerla, maldijo la suerte que los separó a los pocos metros de haberlos cruzado, recordó los letreros del cruce y de cómo él eligió la cómoda recta de lo convencional y de lo apropiado, no, no fue la mala suerte lo que los apartó, fue su cobardía y su estúpido sentido de hacer siempre lo que los demás hubieran esperado. Pensó en cómo habría sido su vida, la suya, la de los dos, si hubiera elegido el camino tortuoso por el que una tarde de lluvia ella desapareció. No la había vuelto a ver desde entonces y guardaba como un tesoro esa última imagen de su cabello castaño empapado de pena y de agua.
Volvió al cruce dispuesto a esta vez jugar, tiró el dado al tapete y contó cinco casillas desde la salida. La sonrisa renació en él sabiendo que detrás de alguna de las curvas la encontraría, cuanto más avanzaba más seguro estaba de su renuncia, a pesar de que le dolían los pies y el aliento le faltaba por momentos siguió adelante sin mirar nunca atrás, tanto tiempo que su piel se curtió de viento, agua y sol, tanto tiempo que su pelo encaneció y sus ropas no eran más que un montón de harapos sucios y viejos. Nunca perdió la fe en encontrarla, y siguió hacia delante, hasta que un día la vio sentada en un banco del camino esperándole, comiéndose una manzana que era la vida y que de un mordisco más se habría terminado. Corrió como poseído a su encuentro, pero ella no se levanto, simplemente con un gesto de la mano le pidió que se sentase a su lado, tampoco le ofreció su manzana, la arrojó junto al camino y sus semillas se esparcieron para germinar en un árbol con frutos de perdón y arrepentimiento.
Al verla junto a él fue como si el tiempo nunca hubiera pasado, siguieron la misma conversación justo en el punto que la habían dejado, sin mezclar porqués ni reproches que ya no venían a cuento. Reafirmaron su amor como si nunca se hubiera roto, como si las arrugas en sus ojos no existiesen, ni las manchas en sus manos, ni la flacidez en sus cuerpos, todo eso era secundario, y el filtro de sus ojos les devolvía la imagen de lo que fueron antes de que la vida les burlase años de felicidad sin tener que preguntarse cada noche qué habría sucedido si él no la hubiera dejado. Sintió la pasión renacer en sus entrañas, rejuveneció de repente y no pudo reprimir el impulso de besarla en sus labios huérfanos, pero al acercar los labios a los suyos su rostro se empotró contra un cristal que saltó en mil pedazos y que hizo jirones su piel, llenando su cara de esquirlas lacerantes que le despertaron del sueño. Y nunca más pensó en ella, ahora que sabía que se habían reconciliado.
Por eso, esa noche se volvió a abrigar por fuera y por dentro, armándose de valor para ser capaz de volver a los lugares comunes que una vez, juntos, habían descubierto. Vagó sin rumbo, oculto bajo su disfraz de sombra irreconocible, merodeando para no ser desenmascarado, y de esa manera nunca la encontró. Sintió el frío de la noche congelar sus tuétanos y sus lágrimas, que, como diamantes salinos, se estrellaban contra el asfalto dibujando un camino de perlas rotas que si lo seguías te llevaba a un abismo oscuro y eterno. Y es que en los caminos del corazón las trampas se pagan caras, no se puede jugar al negro si al pensar en ella la imaginas enfundada en un ajustado vestido rojo, no se puede desear amar y guardarse las ganas bajo un disfraz de hombre triste y amargo. No, ese no era el camino, los dos lo sabían, el destino lo sabía, el futuro se lo estaba pensando.
Cambió de táctica al comprender su error, no conseguiría sacarla de su escondite con un disfraz, no lograría que volviese a la vida, a su vida, con una estratagema. El precio estaba fijado y la unidad monetaria no sería el dinero, esta vez tenía que pagar con la verdad desnuda de sus sentimientos. Admitió que la quería, desde siempre, desde que una vez sus caminos se cruzaron antes de ni siquiera conocerla, maldijo la suerte que los separó a los pocos metros de haberlos cruzado, recordó los letreros del cruce y de cómo él eligió la cómoda recta de lo convencional y de lo apropiado, no, no fue la mala suerte lo que los apartó, fue su cobardía y su estúpido sentido de hacer siempre lo que los demás hubieran esperado. Pensó en cómo habría sido su vida, la suya, la de los dos, si hubiera elegido el camino tortuoso por el que una tarde de lluvia ella desapareció. No la había vuelto a ver desde entonces y guardaba como un tesoro esa última imagen de su cabello castaño empapado de pena y de agua.
Volvió al cruce dispuesto a esta vez jugar, tiró el dado al tapete y contó cinco casillas desde la salida. La sonrisa renació en él sabiendo que detrás de alguna de las curvas la encontraría, cuanto más avanzaba más seguro estaba de su renuncia, a pesar de que le dolían los pies y el aliento le faltaba por momentos siguió adelante sin mirar nunca atrás, tanto tiempo que su piel se curtió de viento, agua y sol, tanto tiempo que su pelo encaneció y sus ropas no eran más que un montón de harapos sucios y viejos. Nunca perdió la fe en encontrarla, y siguió hacia delante, hasta que un día la vio sentada en un banco del camino esperándole, comiéndose una manzana que era la vida y que de un mordisco más se habría terminado. Corrió como poseído a su encuentro, pero ella no se levanto, simplemente con un gesto de la mano le pidió que se sentase a su lado, tampoco le ofreció su manzana, la arrojó junto al camino y sus semillas se esparcieron para germinar en un árbol con frutos de perdón y arrepentimiento.
Al verla junto a él fue como si el tiempo nunca hubiera pasado, siguieron la misma conversación justo en el punto que la habían dejado, sin mezclar porqués ni reproches que ya no venían a cuento. Reafirmaron su amor como si nunca se hubiera roto, como si las arrugas en sus ojos no existiesen, ni las manchas en sus manos, ni la flacidez en sus cuerpos, todo eso era secundario, y el filtro de sus ojos les devolvía la imagen de lo que fueron antes de que la vida les burlase años de felicidad sin tener que preguntarse cada noche qué habría sucedido si él no la hubiera dejado. Sintió la pasión renacer en sus entrañas, rejuveneció de repente y no pudo reprimir el impulso de besarla en sus labios huérfanos, pero al acercar los labios a los suyos su rostro se empotró contra un cristal que saltó en mil pedazos y que hizo jirones su piel, llenando su cara de esquirlas lacerantes que le despertaron del sueño. Y nunca más pensó en ella, ahora que sabía que se habían reconciliado.
8 comentarios:
Siempre, siempre, siempre hay que arriesgarse...y más cuando se sabe que es de verdad.
No hay nada peor que la cobardía emocional.
Hay un error " caminos sin cruzarse" no puede ser.
Muy bueno, como siempre.
Gracias, viniendo de ti es un piropazo.
Edito porque es una errata, cosas de escribir del tirón sin ganas de releer. Imagino que estaría pensando ya en la siguiente frase :)
Por cierto he cambiado la pantalla de comentarios, espero que ya a nadie le de problemas.
Ah, y tienes razón, no hay nada peor que la cobardía emocional, pero creo que es algo inherente al ser humano, desde luego no puedo ser yo el que tire la primera piedra.
¡Oh!
:) Muy hermoso. Creo que el remordimiento que describes es la verdadera ruta al infierno de rodillas, sin billete de vuelta ;)
Y me encanta como acaba. Como debe ser. No sólo por la felicidad, sino porque el tiempo pasado no haya importado...o no tanto.
Un saludo :)
Sí Explorador, debe ser un infierno, pero afortunadamente con mi juventud (más o menos), solo puedo imaginarlo.
El final tenía que ser así a la fuerza, no podía dejar que ese pobre hombre siguiera penando :)
Un abrazo
Pues debería...por cobarde y por perder el tiempo miserablemente.
Sí, pero todo el mundo tiene derecho al perdón, no creo en la cadena perpetua, me auto adjudico el derecho de otorgar a mis personajes la redención :)
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