sábado, 5 de junio de 2010

Antínoo (y Adriano)

Existió una vez un mundo en el que hombres a caballo cruzaban llanuras, montes y vegas, en el que barcos propulsados por remos y velas surcaban un mar salpicado de peligros y de piratas, en el que ejércitos armados con escudos y espadas recorrían miles de kilómetros caminando para matar y morir cuerpo a cuerpo, un mundo en el que los dioses eran humanos y como tales llenos de virtudes pero también de defectos. Un mundo de injusticia, un mundo diferente, con otros valores muy distintos a los nuestros, pero un mundo que un par de milenios después sigue siendo atrayente y fascinante.

En ese mundo, en una región llamada Bitinia, nació un niño que pasaría a la historia, que sería mil veces inmortalizado en mármol y hasta deificado después de su trágica muerte. Poco sabemos de él, además de su belleza tranquila y fascinante, de su pelo rizado y enmarañado, de su mirada firme y sin pupilas, de su nariz poderosa y sobre todo de sus labios carnosos y jugosos como dos fresas a punto de madurar. Ese niño era fruto de su tiempo, por eso encarnaba todos los valores de la tradición griega heredada de sus antepasados cuando estos habían cruzado siglos antes el Helesponto para acabar con la supremacía persa. El lector de hoy pensará que los griegos eran unos tipos cultos y refinados y los persas unos salvajes dignos de ser exterminados, pero se equivoca de cabo a rabo. Los persas venían de una cultura que llevaba floreciendo muchísimos siglos, mientras que los griegos no eran más que un conjunto de ciudades belicosas que se dedicaban a partirse la cara unos a otros sin llegar jamás a tener un concepto de estado, Pericles más, Pericles menos.

Hasta que llegó Alejandro y les dio para el pelo, a los griegos. Ese mismo Alejandro que cruzó a Asia, barrió a los Persas y alcanzó invicto el Indo, para allí dar la vuelta y morir en medio de la nada envuelto en el misterio y llorado por Hefestión. Fueron unos años, un mero paréntesis en la historia, pero marcaron a aquella región como si hubieran sido cientos. Sorprendentemente la cultura helénica quedó allí orgullosamente fijada hasta que pueblos nómadas venidos de las estepas asiáticas les sustituyeron, el griego se convirtió en idioma oficial del imperio y el mestizaje fue moneda común. Curiosamente Antínoo y Alejandro compartieron rasgos en sus hologramas pétreos aunque mucho más bello Antínoo y mucho más feroz y leonino el conquistador de un imperio.

En el otro extremo de ese mar al que Serrat cantaba, unos años antes había nacido un hombre que pasaría a la historia por ser un emperador sabio y bueno. Imperator Caesar Divi Traiani filius Traianus Hadrianus Augustus su nombre de guerra, simplemente por Adriano le conocemos. Con él El Imperio llegó a su cumbre, y no precisamente porque fuera un genio militar, porque no, no lo era, él era otra cosa, era un buen político (palabras que al escribirlas hoy, el Word me subraya en verde por su incoherencia), era un hombre ilustrado, casi un filósofo, un amante de las artes y un viajero empedernido. En sus viajes por Grecia abrazó el estoicismo (buscando la razón y a la virtud, por mí que le den) y el epicureísmo (más centrado en la búsqueda del placer). Pero no fue lo único que terminó abrazando, también se dice que abrazaba a los jovenzuelos en una época en la que la pederastia (no entendida posiblemente como abusos sexuales a menores) era moneda de uso común y socialmente admitida.

Adriano conoció a Antínoo y quedó prendado de su belleza, aunque no quedan más que meras especulaciones sobre la naturaleza de su relación está claro que se convirtió en su amante. Como tal le acompañó en sus viajes por el mundo, algo que no tuvo que satisfacer demasiado a su señora esposa, la emperatriz Vibia Sabina. El hecho es que el pobre Antínoo no pasó demasiados años junto a Adriano, muriendo por una ingesta masiva de agua durante un viaje por el río Nilo. Qué sucedió realmente jamás se sabrá, unos dicen que se suicidó tirándose a las aguas, como sacrificio voluntario, para asegurar una larga vida al emperador, otros que directamente no soportaba más a Adriano y se suicidó y los más (entre los que me incluyo) que los cortesanos hartos de su influencia le cogieron a sillita la reina y le lanzaron por la borda.

Sea como fuere, Adriano se volvió loco de dolor. En el mismo Egipto fundó una ciudad en su honor, Antinoópolis, le proclamo dios y levantó templos en su nombre. De esa forma le podemos ver caracterizado de Dionisio y de Osiris. Lo curioso es que su nombre y su leyenda no dejó de crecer con el paso de los años, se calcula que existen más de 200 esculturas repartidas por el mundo con su retrato, se le cita en poemas y hasta una constelación tiene su nombre. Más tarde con el cristianismo cayó en desgracia y fue símbolo de decadencia e inmoralidad, aunque yo he visto su escultura en los museos vaticanos. Pero a él seguramente ya le da igual, aunque seamos miles los amantes de la belleza que le seguimos admirando.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Wow!!!!
Me dejaste sin palabras....


Alejandra

Newland23 dijo...

Imagino que es Antínoo el que deja sin palabras :)

Explorador dijo...

Bueno, y la entrada también ;) Hace un tiempo leí un libro sobre emperadores romanos y decían que Adriano (como Nerón, pero este a lo bestia) eran tan filogriegos que tenían fama de afeminados y peligrosos para llevar un Imperio, y que parte de la mala fama de Nerón se debe a eso (la otra parte, que estaba como una puta cabra :DD). Adriando, al fin y al cabo aseguró las fronteras, sus aficiones fueron inocuas, no trastrnó el sistema. Y su historia es muy buena (esas Memorias de Yourcenar...). Quizá si fuera uno de los pocos buenos políticos que en el mundo han sido. Grandiosa entrada. Enhorabuena, un abrazo :)

Newland23 dijo...

Adriano era un crack, además no se puede juzgar a los personajes de entonces tenindo en cuenta las reglas de ahora, no tiene sentido. Por cierto el libro de yourcenar se me atraganta, claro que solo he intentado leerlo en francés xD