Hoy, mientras esperaba mi turno en la cafetera colectiva del trabajo, he escuchado sin querer una conversación que me ha dejado estupefacto. Digamos que, siguiendo con mi teoría de los cerebros, las protagonistas eran esponjita y madejita de lana, vamos, lo mejor de cada casa. Esponjita le contaba a madejita de lana que a ella le gusta el Nesquik, porque se deshace enseguida (lo cual le pega mucho a esponjita, la vida fácil), sin embargo el bueno de su novio (santo varón) es de Cola Cao, a pesar de los grumos y de que es difícil de disolver (también me pega que alguien capaz de soportar a esponjita tenga buenas tragaderas)
Vista así, la conversación no era nada del otro mundo, hasta que madejita de lana, llevando su coeficiente intelectual al límite, sentó cátedra diciendo: “Tía, ¡qué mal!, no vais a poder iros a vivir juntos”. No tengo palabras. Una vez repuesto del susto, y tras respirar hondo varias veces para no reírme allí mismo, un pensamiento me ha venido a la cabeza, ¿cómo reaccionarán esponjita y madejita de lana al encontrar los primeros pelos púbicos de su novio en la bañera o los primeros calzoncillos zurraposos en el cesto de la ropa sucia? Igual no lo soportan. De momento yo voy a mandarlas un correo anónimo, aconsejándolas que hagan la separación de bienes en todos los asuntos relacionados con el cacao, vamos, que cada uno tenga su bote sin forzar al otro a cambiar sus hábitos del desayuno. Seguro que la idea al principio les parece audaz, pero a la larga comprenderán que solo así, y con mucha suerte, pueden salvar su relación.
Es enternecedor ver que esponjita se encuentra en un momento de cambio y va a aprender a volar sola, es ley de vida y todos hemos pasado por ello. Llega un momento en el que no soportas más a tus padres y te vas de casa, es sanísimo y lo más normal del mundo. Por desgracia últimamente las cosas no son así y son los padres los que se cansan de los hijos, que no se van ni echándoles agua caliente, unos por pura vaguería y porque se está muy bien si la que limpia y cocina es mamá y otros porque los pobres no pueden ni soñar en pagarse ya no una hipoteca, sino un miserable alquiler. Yo no fui ni de los unos ni de los otros, conseguí que me concedieran una hipoteca, eso sí a precio de usura, y mientras me pensaba el mejor mes para hacer la mudanza mi madre me puso de patitas en la calle, bien por ella.
Al principio era mi pisito de soltero, quién me iba a decir entonces que sería ya imposible deshacerse de él y acabaría convirtiéndose en el domicilio familiar. Cuando me mudé lo único que tenía era una cama en el dormitorio y la caja de la televisión como mesa del salón. Sí, era una tele de tubo y de 29’’, toda una suerte porque la caja de una tele de ahora serviría para comer como la familia de Shin Chan, en el suelo. Como ya tenía pareja, que por cierto evolucionó como un pokemon de novia a esposa, sucedió lo inevitable, un día se quedaba a cenar, otro a dormir, después todo el fin de semana, al final un día, al ver dos cepillos de dientes y más faldas que pantalones en el armario, me di cuenta de que ya no vivía solo. Por supuesto que ésta es mi versión de los hechos, porque pocas semanas después ella hizo oficial lo que para mí era un hecho consumado, vamos me dijo algo así como “ya que paso más tiempo aquí que en mi casa voy a traerme mi ropa y vivimos juntos”. ¡Coño!, ¿aún tenía más ropa?, pues sí, era verdad, tenía tanta que al final quedé desterrado del armario.
Esa es una de las primeras lecciones de la convivencia, aprender a repartir las posesiones comunes, principalmente el armario. Pero es solo el principio, luego vienen cosas más difíciles como aprender cuando hay que ceder y cuando no, cuando es mejor callarse y cuando hay que hablar aunque mantenerse en silencio sería mucho más cómodo. Pero hay más, es todavía muchísimo más importante aprender a respetar el espacio del otro, dejarle que tenga su propio rincón en el que pueda refugiarse y mantener cierta independencia e intimidad, dejarle leer un libro sin preguntar a cada minuto de qué trata, dejarle escribir tranquilo sin llegar por detrás y ponerse a leerlo sin permiso soplando en la nuca, dejarle salir a cenar tranquilamente con los amigos… en definitiva, darse cuenta que uno más uno son dos y no tratar de anular al otro como persona. Y aunque a mí me parece evidente mucha gente es incapaz de entenderlo, son los mismos que creerán que me equivoco al escribir esto y que no quiero a mi pareja, pues no, justamente más la quiero cuanto más me deja ser yo mismo.
Porque el amor no genera una posesión, aunque cueste entenderlo.
Vista así, la conversación no era nada del otro mundo, hasta que madejita de lana, llevando su coeficiente intelectual al límite, sentó cátedra diciendo: “Tía, ¡qué mal!, no vais a poder iros a vivir juntos”. No tengo palabras. Una vez repuesto del susto, y tras respirar hondo varias veces para no reírme allí mismo, un pensamiento me ha venido a la cabeza, ¿cómo reaccionarán esponjita y madejita de lana al encontrar los primeros pelos púbicos de su novio en la bañera o los primeros calzoncillos zurraposos en el cesto de la ropa sucia? Igual no lo soportan. De momento yo voy a mandarlas un correo anónimo, aconsejándolas que hagan la separación de bienes en todos los asuntos relacionados con el cacao, vamos, que cada uno tenga su bote sin forzar al otro a cambiar sus hábitos del desayuno. Seguro que la idea al principio les parece audaz, pero a la larga comprenderán que solo así, y con mucha suerte, pueden salvar su relación.
Es enternecedor ver que esponjita se encuentra en un momento de cambio y va a aprender a volar sola, es ley de vida y todos hemos pasado por ello. Llega un momento en el que no soportas más a tus padres y te vas de casa, es sanísimo y lo más normal del mundo. Por desgracia últimamente las cosas no son así y son los padres los que se cansan de los hijos, que no se van ni echándoles agua caliente, unos por pura vaguería y porque se está muy bien si la que limpia y cocina es mamá y otros porque los pobres no pueden ni soñar en pagarse ya no una hipoteca, sino un miserable alquiler. Yo no fui ni de los unos ni de los otros, conseguí que me concedieran una hipoteca, eso sí a precio de usura, y mientras me pensaba el mejor mes para hacer la mudanza mi madre me puso de patitas en la calle, bien por ella.
Al principio era mi pisito de soltero, quién me iba a decir entonces que sería ya imposible deshacerse de él y acabaría convirtiéndose en el domicilio familiar. Cuando me mudé lo único que tenía era una cama en el dormitorio y la caja de la televisión como mesa del salón. Sí, era una tele de tubo y de 29’’, toda una suerte porque la caja de una tele de ahora serviría para comer como la familia de Shin Chan, en el suelo. Como ya tenía pareja, que por cierto evolucionó como un pokemon de novia a esposa, sucedió lo inevitable, un día se quedaba a cenar, otro a dormir, después todo el fin de semana, al final un día, al ver dos cepillos de dientes y más faldas que pantalones en el armario, me di cuenta de que ya no vivía solo. Por supuesto que ésta es mi versión de los hechos, porque pocas semanas después ella hizo oficial lo que para mí era un hecho consumado, vamos me dijo algo así como “ya que paso más tiempo aquí que en mi casa voy a traerme mi ropa y vivimos juntos”. ¡Coño!, ¿aún tenía más ropa?, pues sí, era verdad, tenía tanta que al final quedé desterrado del armario.
Esa es una de las primeras lecciones de la convivencia, aprender a repartir las posesiones comunes, principalmente el armario. Pero es solo el principio, luego vienen cosas más difíciles como aprender cuando hay que ceder y cuando no, cuando es mejor callarse y cuando hay que hablar aunque mantenerse en silencio sería mucho más cómodo. Pero hay más, es todavía muchísimo más importante aprender a respetar el espacio del otro, dejarle que tenga su propio rincón en el que pueda refugiarse y mantener cierta independencia e intimidad, dejarle leer un libro sin preguntar a cada minuto de qué trata, dejarle escribir tranquilo sin llegar por detrás y ponerse a leerlo sin permiso soplando en la nuca, dejarle salir a cenar tranquilamente con los amigos… en definitiva, darse cuenta que uno más uno son dos y no tratar de anular al otro como persona. Y aunque a mí me parece evidente mucha gente es incapaz de entenderlo, son los mismos que creerán que me equivoco al escribir esto y que no quiero a mi pareja, pues no, justamente más la quiero cuanto más me deja ser yo mismo.
Porque el amor no genera una posesión, aunque cueste entenderlo.
8 comentarios:
Plas, plas, plas, plas.
Y ahora voy a ver la clasificación esa de los cerebros, que me la había perdido. Un abrazo, Juanjo
Hay algo que no creo que esté bien matizado. No se trata de dividir el armario, no ya a partes iguales, no. Se trata de que te deje algo de armario y no te vaya colonizando tu pequeña islita. Yo tengo un mueblecito fuera del armario donde guardo mis calcetines y mis calzoncillos, pero dentro de poco... ya veremos.
Yo ya no pertenezco al armario :)
Esto no puede ser verdad, tenía que decirlo de coña.
Lo del armario está bien que lo tengáis asumido, es una batalla perdida.
Hombre, lo del armario es chungo, pero se soluciona volviendo al estado de naturaleza y dejando la ropa tirada por el suelo. Ahí siempre hay sitio, y cuanta más, más aspecto de boutique en rebajas ;-)
Por otra parte, la crisis vendrá cuando la susodicha decubra la existencia del cola-cao ése que no hace grumos, y la parejita se confunda con los botes... jijijijij.
(Qué casualidad lo de Klimt, hoy me lo he 'encontrado').
Si es que el que inventó lo de la "media naranja" debería haberse callado la boquita. A mi es que, no se por qué, rara que es una, me encantan las naranjas enteras que se quieren y comparten cosas.
Viva las naranjas completas coño!!!!!!!!! Y ya las cuestiones de armarios, colacaos, neskuiks, cafeteras, pelos, y demás... minudencias
¿Qué no es verdad? ¡Claro que es verdad! Y en parte casi las admiro por poder vivir en ese estado de felicidad estúpida y banal que no llegan ni a percibir. Me da por saco ser a veces tan ácido, porque termino siempre medio enfadado, pero todo tiene un límite!!!
Respecto a lo del armario, es una batalla perdida, no para mí, sino para todo el género masculino, y todavía no sé por qué. Os prometo que me da auténtico miedo meter mano en el armario, es casi como si profanase un templo, siento cernirse sobre mí una presencia que me observa y me dice constantemente "no lo hagas"
Y por cierto, a mí lo que me molesta del Nesquik y del Cola Cao (además de sus calorías) es el precio, por menos de la mitad existen alternativas válidas :)
Ah! Y las medias naranjas mejor exprimidas
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