El baúl de los sentimientos está guardado en un rincón lleno de polvo de una habitación a oscuras en la que nos da miedo entrar. No hay que ir muy lejos a buscar esa habitación, porque está dentro de nosotros, justo en el centro de ese laberinto que con el tiempo hemos ido creando para que nos sirva de refugio cuando ya no podemos más, cuando nos hacen daño, cuando nos hacemos daño, cuando queremos disfrutar solitariamente de nuestras alegrías y de nuestros pequeños triunfos, cuando queremos ser invisibles, transparentes, insensibles, viento.
No es el baúl de los recuerdos, como decía la canción, porque aunque los recuerdos son parientes de los sentimientos viven en otro pueblo, a veces quedan para cenar y tras unas copas se entremezclan y nos dan gato por liebre, pero es fácil desenmascararlos, lo que nos duele es sentimiento y es presente, lo que nos hace felices también, el resto no es más que indiferencia y pasado, un peso muerto. Tampoco es el baúl de los secretos, no tiene nada que ver a pesar de que se puede llegar hasta a él por el mismo laberinto, pero lo que allí guardamos ni es bueno ni es malo, por lo menos para nosotros, no es más que un almacén de lo que somos en las bambalinas del teatro de la hipocresía al que por derecho de nacimiento fuimos invitados.
Nadie sabe cómo es el baúl de los sentimientos, si es grande o si es pequeño, el hecho es que por fuera todos los baúles parecen iguales, el tuyo y el mío, el del conductor del autobús y el del primer ministro noruego. No tiene llaves porque nadie se atreve a abrirlo por nosotros y, además, aunque lo hiciera, pronto se daría cuenta de que no hay nada que robar dentro de él, porque el que se te atreve a mirar en baúl ajeno suele verlo prácticamente vacío y sus sentidos se vuelven torpes para interpretar qué clases de monstruos se esconden allí dentro. A veces nos volvemos locos y al abrirlo dejamos ver sin pudor qué guardamos dentro, como si fuera ropa vieja y usada tirada por el suelo esperando a ser recogida por un corazón comprensivo que comparta lo que sentimos, y no es una tarea fácil, ni mucho menos. Es tan difícil como lanzar sondas al espacio exterior pensando que algún día encontrarán vidas inteligentes que comprendan el mensaje ininteligible y codificado que gritamos al vacío, a veces es tan estúpido como mirar al cielo esperando ilusamente que ese mensaje nos rebote lleno de la complicidad que vemos en nuestros ojos cuando se miran en un espejo.
En el baúl de los sentimientos tratamos de arrinconar todo aquello que nos hace vulnerables, intentando que se quede bien sepultado en el fondo bajo esa tapa que pesa más que si estuviera hecha de plomo derretido, pero las reglas allí son distintas a las del mundo real, o por lo menos no son ni justas ni son las que necesitamos. Cuando necesitamos buscar algo, el baúl está siempre vacío y es inmenso, podríamos pasarnos horas contando las telarañas que crecen en sus rincones, hiladas por arañas incansables que hablan distintos idiomas y que nunca se encontrarán por mucho que desgasten sus patas tejiendo. Porque los sentimientos no se pueden invocar, si no dejarían de serlo, por eso mismo cuando no queremos vuelven, a pesar de que los dábamos por muertos creyendo que eran recuerdos, o nos engañamos a nosotros mismos fingiendo que ya no los tenemos, porque no se puede ignorar lo que se siente ni mirar para otro lado esperando que las arañas devoren lo que nos molesta, nos es incómodo o simplemente no queremos.
Al baúl de los sentimientos vamos echando lo bueno y lo malo, irreflexivamente, por instinto de supervivencia, porque la vida no espera, porque tenemos prisa, porque no nos damos el tiempo que necesitamos para llorar o reír, por no hacer daño a los demás, por hacer nuestro lo que es ajeno, sin darnos muchas veces cuenta de que son pedazos de esa misma vida lo que arrojamos allí dentro.
5 comentarios:
Quizás no deberíamos avergonzarnos de nuestros sentimientos, ni guardarlos en el baúl, sino sacarlos a que les dé el aire, a fin de cuentas ellos son lo más auténtico de nosotros. Esconderlos es negarnos, disfrazarnos de otras cosas que no somos, que quizás sea más práctico para andar por la vida, sí, pero nos convierte en demasiadas ocasiones en extraños para nosotros mismos.
Yo creo que merece la pena ser vulnerable. El dolor a veces es una muestra de que estamos vivos. Vivir anestesiados escondiendo esos sentimientos en baúles no es vida.
Por cierto, estoy dando una vuelta por los archivos (te conocía como comentarista habitual de los Blasco y otra gente, pero sólo eso), y me está gustando mucho lo que cuentas. Y cómo lo cuentas.
Hola Teresa, gracias por tu comentario, siempre es genial encontrar a alguien nuevo por el blog :)
Respecto a lo de los sentimientos, bueno, completamente de acuerdo en el segundo párrafo, hay que vivir con todas las consecuencias, pero no me refería a avergonzarme de lo que siento, eso nunca, me refiero a que a veces es necesario poner una barrera que nos evite el dolor, es humano, es normal.
Pero creo que no funciona porque tarde o temprano hay que afrontar la realidad, como bien dices el resto es un disfraz.
Lo que sientes es lo que eres. Para lo bueno y para lo malo.
Pretender vivir sin vivir lo que sientes es cobardía y solo lleva a no saber quién eres y a ser infeliz.
Sí moli, tienes toda la razón y creo que trato de dejar claro que al final es así, pero también me refería al escribir esto a esos momentos en los que te ves tan sobrepasado por los sentimientos que necesitas ponerlos un poco en barbecho, o a cuando algo te duele tanto que tienes que sacarlo un poco de dentro de ti para que no te acabe destrozando.
Llámalo si quieres cobardía, pero a veces solo es supervivencia.
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