martes, 5 de enero de 2010

Paraíso perdido


No existe sensación de pérdida más grande que la añoranza de lo no has llegado a tener. Y solo estoy hablando de añoranza, porque por suerte jamás he perdido nada que me hiciese desgarrarme por dentro y llorar sin lágrimas, que es la forma más triste de llorar. Por supuesto no me refiero a las personas, las personas no se pierden, unas nos dejan voluntariamente y otras simplemente abandonan su cuerpo y se instalan en nuestros recuerdos, es una cadena que por desgracia no deja de crecer hasta que un día somos uno de los eslabones y pasamos a habitar en la memoria de los que nos quieren.

Antes de que yo naciera, el destino ya había tirado los dados por mí, y desde luego la jugada no era ganadora, ni mucho menos. A lo mejor era mala suerte sin más, la mala suerte existe, pero me fastidia admitirlo porque el victimismo justificado con mala suerte es bastante patético, yo prefiero pensar que los dados estaban trucados y que mis desdichas son fruto de la injusticia. A fin de cuentas la injusticia vende más que la lástima, si eres víctima de la mala suerte no te quedan más que ganas de lloriquear, pero si eres víctima de la injusticia tu mente clama venganza y no descansa hasta el desquite. El ansia de la venganza puede justificar una vida, pero no es mi caso, a pesar de todo yo me siento muy afortunado.

Yo vengo de la estirpe de los que no tenían nada, porque les toco vivir en un mundo en el que lo único que sobraba era la miseria, donde no había que mirar a lejanos países africanos para saber lo que era el hambre, donde se trabajaba desde niño y en el que la única posibilidad de prosperar en la vida era emigrar lejos de la tierra que vio nacer a tus padres. Una tierra abandonada a su suerte y a la que acostumbraron a vivir de las limosnas, porque la única inversión útil era en miedo y en ignorancia, para de esa manera poder seguir sometiendo al capricho de unos pocos el porvenir de muchos, de los nacidos y los que naceríamos después. Si pensamos que nuestros trabajos son precarios pensad en como era el del que iba a una plaza esperando que un señorito feudal le diese un jornal, cuantas veces tendrían que agachar la cabeza para que les siguieran llamando al día siguiente.

Pero nosotros ya no nacimos allí porque las piedras no podían alimentar a tanto estómago famélico, y siendo proyectos de vida nos robaron el poder vivir rodeados de escarpadas montañas y valles sembrados de huertas y vegas por las que corrían como niños traviesos mil arroyos de aguas claras y refrescantes. Nos robaron nuestro acento al hablar, nos robaron el crecer jugando con nuestros primos, nos robaron el pasado y los recuerdos no vividos. Nos cambiaron todo eso por la distancia, por el asfalto y los edificios de protección oficial en barrios apartados de pueblos periféricos, nos cambiaron el olor de jaras, quejigos y encinas por el de la gasolina, las alcantarillas y la comida recalentada. Todo eso nos robaron para quedárselo ellos.

Y nací sin que a nadie le importase mi derecho a la vida, solo a los de mi sangre, y en mi ignorancia infantil crecí acomplejado por la sensación de ser pobre, aunque realmente nunca me faltó nada de lo realmente importante, ni en lo material ni en lo afectivo. Ahora me avergüenzo de mí mismo porque yo era inmensamente rico y todas mis frustraciones eran por hechos y objetos sin importancia. Me enseñaron a valorar las cosas y a comprender que no es más rico el que más tiene, comprendí la importancia de tener una buena formación que me permitiera salir de la rueda en la que habían obligado a girar a los míos, me hicieron respetar a lo público, porque lo público es el único recurso de los que no tienen derecho a elegir, me hicieron tener conciencia de clase y lo digo con orgullo. Y por eso me siento millonario, poderoso y afortunado, y llevo la cara alta y lucho por recuperar lo que no tuve, para que los que ya han venido y vendrán sepan lo valientes que fueron sus abuelos y recuperen junto a ellos su pasado y su memoria.

Y siento desprecio por los responsables de aquello, lleven galones, alzacuellos o corbatas, estén vivos o muertos, odio a los que condenaron a una tierra a la miseria a base de represión, hambre y miedo, maldigo a los egoístas que como sacos sin fondo reclamaban para sí todo sin importarles a quién se lo estaban robando, a los señoritos cortijeros y a los malnacidos que ahora miran por encima del hombro y amenazan con independizarse a pesar de haber prosperado con el sudor ajeno, pero que callaban a cambio de que les llenasen los bolsillos, me avergüenzo de los nuestros que ahora reniegan allí de nosotros y me apiado de ellos porque han olvidado lo que son y están huecos. Porque no existe mayor miseria que ver a los jóvenes dejar su tierra y desperdiciar su potencial y su talento, lo pienso cada vez que veo a un africano vender gafas de sol en el metro mientras que los campos de sus países quedan yermos. En el fondo yo me sentiré siempre inmigrante aunque tenga ojos claros y no sea negro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola, ayer domingo estuve leyendo algunas entradas antiguas (no terminé, ya eran casi la 1am y tenía que trabajar y confieso que soy de dormir temprano). Tomé al azar una donde dices que desnudas tu alma y me dejó sin palabras (ni para comentarte jaja), simplemente somos seres humanos! deseamos que nos hagan sentir más inteligentes, más guapos(as), más queridos, más amados, es una tendencia natural querer que nos lo hagan sentir y querer parecerlo también (no es un delito, es lo más humano que existe). No me decepcionas, creo que a las personas que te comentaron ese post tampoco. Y me agrada saber que alimento tu egocéntrico yo, escribirás más, te regalaré un poquito de dicha y te ahorras mucho en sicoanalistas! jajajajaja..
Un beso.
pd. Mi nombre es Alejandra (del otro lado del mundo)- 9.52pm