Lo he vuelto a hacer, he vuelto a engordar. No tanto como para parecerme de nuevo al tío que me mira con cara de luna llena desde mi carné de identidad (¿por qué coño los hacen para diez años?) pero si lo suficiente como para no reconocerme en el tío con cara de lechuguino que me mira desde el pasaporte. Lo más curioso es que la foto del pasaporte era la misma que la del DNI pero empecé a asustarme cuando en los aeropuertos me miraban con cara de ¿a quién le has quitado la documentación? y desde mi subconsciente algo me obligaba a inflar un poco los mofletes delante del policía de turno. Así que el pasaporte misteriosamente desapareció porque no me apetecía mucho quedarme retenido en un aeropuerto, vete a saber en qué lugar del mundo, sin otra misión que comer hasta engordar los cincuenta kilos que me harían reconocible ante la autoridad.
¿Qué hace que mi vida sea un continuo tobogán de kilos y masa?, ¿por qué tengo un fondo de armario que incluye un vestuario completo en cuatro tallas diferentes? Pues fundamentalmente la mala suerte, una triple combinación de hechos que me llevan directamente hasta un accidente cardiovascular y no existe suficiente Danacol en el mundo que lo pueda remediar.
Primero, soy diesel, no consumo nada, soy un jodido superhombre, estoy genéticamente programado para metabolizar hasta la última caloría que se atreve a caer en mi estómago, la proceso, la almaceno pero no la consumo. Lástima que vivamos en un mundo en el que es más barata una hamburguesa que unos tomates, hoy los pobres son gordos y los ricos delgados y modelados en un gimnasio, es de locos. Pero si hubiera una guerra y nos quedásemos sin víveres os vería morir a todos, sin excepción, no es ni un deseo ni una esperanza pero si un consuelo. Con 1200 kilocalorías me apaño, está medido, es un hecho y una condena.
Segundo, soy más feliz delante de un chuletón que un niño en una piscina de bolas, es así y no me avergüenza reconocerlo, lo que me lleva los demonios es el plato de menestra que me meto todos los días entre pecho y espalda sabiendo que alguien se come mi chuletón y después se pone unos pantalones de la talla cuarenta. No creo en la justicia, básicamente no creo en nada. Porque me gusta comer, disfrutaría si en lugar de boca tuviese un embudo por el que no dejasen continuamente de caer jugosos estofados, arroces melosos empedrados con sabrosos mariscos, legumbres hechas con amor y a fuego lento, flanes con nata caseros, bombones y confituras. Todo esto debería pasar por mi cuerpo y no dejar rastro de su presencia, pero no es así y cada bocado se vuelve un reproche y cada digestión un boleto más para la rifa de un nicho alquilado por diez años en el cementerio municipal.
Tercero, y la peor, la que haría a las dos anteriores insignificantes, la ansiedad que de vez en cuando me atenaza y que me arrastra como una espiral al sumidero. La ansiedad es el peor monstruo que puede habitar dentro de uno, es esa sensación de tener millones de hormigas dentro molestando a miles de gatos furiosos que no saben cómo escapar de nuestro cuerpo. Es la sensación de no poder más, de necesitar que nuestra alma se libere de su envoltorio carnal pero sin encontrar nunca la salida, es la angustia más absoluta tomando el mando de nuestro cerebro. Y yo que nunca he tomado ni una miserable pastilla que me libere de ella lo arreglo todo comiendo, compulsivamente, como si no existiese un mañana, peor aún, como si me diese igual que existiese un mañana y es horrible porque después del impulso inicial que me arrastra hacia la nevera viene la culpa, la rabia y la depresión, el me da igual todo, el no puedo más con la vida.
Y no escribo para dar pena porque no existe nada en el mundo que me toque más las pelotas que dar pena, y menos por mi sobrepeso. Porque ser gordo no me hace ser más simpático, no me hace ser mejor persona, no tengo una belleza interior digna de destacar atrapada en mi tejido adiposo, no soy ni más inteligente ni más interesante, simplemente soy más voluminoso porque nada tiene que ver la acumulación de grasa con la capacidad intelectual, y quien se crea todas esas patochadas sacadas del manual del gordo feliz no solo se confunde sino que además me ofende. Y nada lo va a remediar, soy así y así terminaré mis días, han pasado ya seis años desde la famosa frase que me retumba en la cabeza, “si sigues así no sé si vivirás cinco años más, pero diez no”, cuatro años más y me saldré con la mía. Lo que pase en el año once me importa un huevo.
¿Qué hace que mi vida sea un continuo tobogán de kilos y masa?, ¿por qué tengo un fondo de armario que incluye un vestuario completo en cuatro tallas diferentes? Pues fundamentalmente la mala suerte, una triple combinación de hechos que me llevan directamente hasta un accidente cardiovascular y no existe suficiente Danacol en el mundo que lo pueda remediar.
Primero, soy diesel, no consumo nada, soy un jodido superhombre, estoy genéticamente programado para metabolizar hasta la última caloría que se atreve a caer en mi estómago, la proceso, la almaceno pero no la consumo. Lástima que vivamos en un mundo en el que es más barata una hamburguesa que unos tomates, hoy los pobres son gordos y los ricos delgados y modelados en un gimnasio, es de locos. Pero si hubiera una guerra y nos quedásemos sin víveres os vería morir a todos, sin excepción, no es ni un deseo ni una esperanza pero si un consuelo. Con 1200 kilocalorías me apaño, está medido, es un hecho y una condena.
Segundo, soy más feliz delante de un chuletón que un niño en una piscina de bolas, es así y no me avergüenza reconocerlo, lo que me lleva los demonios es el plato de menestra que me meto todos los días entre pecho y espalda sabiendo que alguien se come mi chuletón y después se pone unos pantalones de la talla cuarenta. No creo en la justicia, básicamente no creo en nada. Porque me gusta comer, disfrutaría si en lugar de boca tuviese un embudo por el que no dejasen continuamente de caer jugosos estofados, arroces melosos empedrados con sabrosos mariscos, legumbres hechas con amor y a fuego lento, flanes con nata caseros, bombones y confituras. Todo esto debería pasar por mi cuerpo y no dejar rastro de su presencia, pero no es así y cada bocado se vuelve un reproche y cada digestión un boleto más para la rifa de un nicho alquilado por diez años en el cementerio municipal.
Tercero, y la peor, la que haría a las dos anteriores insignificantes, la ansiedad que de vez en cuando me atenaza y que me arrastra como una espiral al sumidero. La ansiedad es el peor monstruo que puede habitar dentro de uno, es esa sensación de tener millones de hormigas dentro molestando a miles de gatos furiosos que no saben cómo escapar de nuestro cuerpo. Es la sensación de no poder más, de necesitar que nuestra alma se libere de su envoltorio carnal pero sin encontrar nunca la salida, es la angustia más absoluta tomando el mando de nuestro cerebro. Y yo que nunca he tomado ni una miserable pastilla que me libere de ella lo arreglo todo comiendo, compulsivamente, como si no existiese un mañana, peor aún, como si me diese igual que existiese un mañana y es horrible porque después del impulso inicial que me arrastra hacia la nevera viene la culpa, la rabia y la depresión, el me da igual todo, el no puedo más con la vida.
Y no escribo para dar pena porque no existe nada en el mundo que me toque más las pelotas que dar pena, y menos por mi sobrepeso. Porque ser gordo no me hace ser más simpático, no me hace ser mejor persona, no tengo una belleza interior digna de destacar atrapada en mi tejido adiposo, no soy ni más inteligente ni más interesante, simplemente soy más voluminoso porque nada tiene que ver la acumulación de grasa con la capacidad intelectual, y quien se crea todas esas patochadas sacadas del manual del gordo feliz no solo se confunde sino que además me ofende. Y nada lo va a remediar, soy así y así terminaré mis días, han pasado ya seis años desde la famosa frase que me retumba en la cabeza, “si sigues así no sé si vivirás cinco años más, pero diez no”, cuatro años más y me saldré con la mía. Lo que pase en el año once me importa un huevo.
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