Ir al baño en la empresa es una experiencia como poco peculiar. Si lo piensas, así sin más, no parece para tanto, vas, haces lo que tienes que hacer y vuelves a tu celda, pero si lo piensas un poco más despacio el servicio de la empresa es un sitio donde puede pasar de todo, y hablo del masculino, por supuesto, porque de lo que pasa en el femenino no tengo ni puñetera idea, aunque me gustaría tenerla, cotilla que es uno. Bueno, de todooooo, todo, no sé si pasa, pero no apostaría dinero a que alguien no haya tenido allí algún momento de pasión correspondida o a lo mejor onanista. ¿Qué no? ¡Vuelve a mirar a tu alrededor antes de responder a la ligera!
A mí, el hecho de ponerme delante de un urinario, expuesto al público, siempre me provoca cierta tensión, soy pudoroso. En cualquier recinto público lo sobrellevo sin problemas y con dignidad, aún si el tipo de al lado me mira con aires de superioridad y cara de “qué fría esta la loza”, hay gente que debe tener un termopar en la punta del casi que mejor me callo. La prueba de fuego la pasaba en el Calderón cuando me tocaba ponerme delante de varias docenas de tíos con bufanda y camiseta rojiblanca para mear directamente sobre los azulejos, se ve que los urinarios no entraban en el precio del abono. Siempre dudé de si el invento en cuestión era higiénico (y de si pasaría una inspección de sanidad) aunque prefiero no pensar en el asco que me daba el sistema de recogida de “pluviales” a cielo descubierto y desagüe por gravedad a escasos centímetros de nuestros zapatos. Afortunadamente ya lo han cambiado pero los de las bufandas siguen estando allí y lo que no pasaría una inspección de sanidad es el juego del equipo.
En el trabajo es otra cosa, la empresa pone a nuestra disposición un servicio regular de limpieza impecable y nosotros le devolvemos el favor comportándonos como una manada de cerdos salvajes. Sin ponerme escatológico si que me gustaría plantear ciertas normas de convivencia y algunas propuestas para llevar al redil de la pulcritud a los más irreductibles. Primero, para poder entrar en el retrete habrá que fichar, al cerrar la puerta un cerrojo eléctrico la bloqueará y no se volverá a abrir hasta que se pulse un interruptor situado en el fondo de la taza, veremos si así utilizas la escobilla amigo jabalí, aunque tú a lo mejor prefieres meter la cabeza en la taza y darle con los colmillos. Segundo, si tras esto se detecta que no se ha abierto un grifo pasados diez segundos, se mandará un correo electrónico a todos los miembros de la empresa, con el nombre y la foto del cochinillo para que sirva de escarnio público. La misma información se publicará en su perfil de Facebook y en la hoja parroquial.
De todas formas lo que más me fascina del baño de la empresa es el comportamiento que en él tenemos, es entrar allí y es que parece que ni nos conocemos, la puerta del WC es como la de “Lluvia de estrellas”, nos vuelve irreconocibles y un poco gilipollas, afortunadamente Bertín no nos espera a la salida. El baño es el reino de los cabizbajos y de las palabras ininteligibles a media voz. No espero, ni deseo, que al cruzarme con el jefe éste me diga a pleno pulmón “Milla tengo la vejiga como la de un orangután”, pero no pasaría nada si con cierto desparpajo me dijera “diecisiete segundos Milla, ¡a ver si lo superas!”, y le superaría porque yo puedo hacerlo en menos de quince, seguro.
Y es que podemos conocer a la gente viéndola delante de un urinario. Yo tengo identificados al concentrado que va a lo que va y ni parpadea mirando fijamente a los azulejos, no se inmutaría ni aunque Charlize Theron en pelota picada se materializase delante de sus ojos, ese lo tiene clarísimo en la vida, triunfará y llegará a jefe. Está el que cierra los ojos y entra en trance, éste es el típico que va a su puta bola y que suele ser un poco rarito. También tenemos al soñador que mira hacia arriba buscando que el sumo hacedor le ilumine y por fin descubra a que huelen las nubes, espero que huelan mejor que el retrete al salir el jabalí. Uno que me encanta es el cantarín, un tío simpático donde los haya, además tiene más repertorio que una orquesta de verbena de pueblo, lo mismo te canturrea a Bisbal que te tatarea Paquito el chocolatero. Si es así de majo en tal trance yo quiero ser amigo suyo y salir con el de copas todos los jueves.
Pero el rey de la manada es el espontáneo, es el único de todos que no ve una diferencia entre estar en el lavabo o estar en una reunión con el director general, él es así y le suda todo los huevos. Puede contarte la película que vio ayer delante de la máquina de café o meando, posiblemente ha acabado contigo allí persiguiéndote para destriparte el final. Además no tiene reparos en contarte detalles escabrosos como que no debería comer tantos espárragos o te comenta con orgullo no fingido, al salir del retrete, que casi atasca la taza. Es un campeón. Este pieza es el mismo que si te lo encuentras lavándose los dientes se da la vuelta con la boca llena de espuma como un perrillo rabioso y comienza a hablarte mientras se cepilla salpicándote de una emulsión de Colgate con saliva, ¡coño!, seguro que uno de estos fue el que me contagió de la gripe A.
A mí, el hecho de ponerme delante de un urinario, expuesto al público, siempre me provoca cierta tensión, soy pudoroso. En cualquier recinto público lo sobrellevo sin problemas y con dignidad, aún si el tipo de al lado me mira con aires de superioridad y cara de “qué fría esta la loza”, hay gente que debe tener un termopar en la punta del casi que mejor me callo. La prueba de fuego la pasaba en el Calderón cuando me tocaba ponerme delante de varias docenas de tíos con bufanda y camiseta rojiblanca para mear directamente sobre los azulejos, se ve que los urinarios no entraban en el precio del abono. Siempre dudé de si el invento en cuestión era higiénico (y de si pasaría una inspección de sanidad) aunque prefiero no pensar en el asco que me daba el sistema de recogida de “pluviales” a cielo descubierto y desagüe por gravedad a escasos centímetros de nuestros zapatos. Afortunadamente ya lo han cambiado pero los de las bufandas siguen estando allí y lo que no pasaría una inspección de sanidad es el juego del equipo.
En el trabajo es otra cosa, la empresa pone a nuestra disposición un servicio regular de limpieza impecable y nosotros le devolvemos el favor comportándonos como una manada de cerdos salvajes. Sin ponerme escatológico si que me gustaría plantear ciertas normas de convivencia y algunas propuestas para llevar al redil de la pulcritud a los más irreductibles. Primero, para poder entrar en el retrete habrá que fichar, al cerrar la puerta un cerrojo eléctrico la bloqueará y no se volverá a abrir hasta que se pulse un interruptor situado en el fondo de la taza, veremos si así utilizas la escobilla amigo jabalí, aunque tú a lo mejor prefieres meter la cabeza en la taza y darle con los colmillos. Segundo, si tras esto se detecta que no se ha abierto un grifo pasados diez segundos, se mandará un correo electrónico a todos los miembros de la empresa, con el nombre y la foto del cochinillo para que sirva de escarnio público. La misma información se publicará en su perfil de Facebook y en la hoja parroquial.
De todas formas lo que más me fascina del baño de la empresa es el comportamiento que en él tenemos, es entrar allí y es que parece que ni nos conocemos, la puerta del WC es como la de “Lluvia de estrellas”, nos vuelve irreconocibles y un poco gilipollas, afortunadamente Bertín no nos espera a la salida. El baño es el reino de los cabizbajos y de las palabras ininteligibles a media voz. No espero, ni deseo, que al cruzarme con el jefe éste me diga a pleno pulmón “Milla tengo la vejiga como la de un orangután”, pero no pasaría nada si con cierto desparpajo me dijera “diecisiete segundos Milla, ¡a ver si lo superas!”, y le superaría porque yo puedo hacerlo en menos de quince, seguro.
Y es que podemos conocer a la gente viéndola delante de un urinario. Yo tengo identificados al concentrado que va a lo que va y ni parpadea mirando fijamente a los azulejos, no se inmutaría ni aunque Charlize Theron en pelota picada se materializase delante de sus ojos, ese lo tiene clarísimo en la vida, triunfará y llegará a jefe. Está el que cierra los ojos y entra en trance, éste es el típico que va a su puta bola y que suele ser un poco rarito. También tenemos al soñador que mira hacia arriba buscando que el sumo hacedor le ilumine y por fin descubra a que huelen las nubes, espero que huelan mejor que el retrete al salir el jabalí. Uno que me encanta es el cantarín, un tío simpático donde los haya, además tiene más repertorio que una orquesta de verbena de pueblo, lo mismo te canturrea a Bisbal que te tatarea Paquito el chocolatero. Si es así de majo en tal trance yo quiero ser amigo suyo y salir con el de copas todos los jueves.
Pero el rey de la manada es el espontáneo, es el único de todos que no ve una diferencia entre estar en el lavabo o estar en una reunión con el director general, él es así y le suda todo los huevos. Puede contarte la película que vio ayer delante de la máquina de café o meando, posiblemente ha acabado contigo allí persiguiéndote para destriparte el final. Además no tiene reparos en contarte detalles escabrosos como que no debería comer tantos espárragos o te comenta con orgullo no fingido, al salir del retrete, que casi atasca la taza. Es un campeón. Este pieza es el mismo que si te lo encuentras lavándose los dientes se da la vuelta con la boca llena de espuma como un perrillo rabioso y comienza a hablarte mientras se cepilla salpicándote de una emulsión de Colgate con saliva, ¡coño!, seguro que uno de estos fue el que me contagió de la gripe A.
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