A veces me pregunto dónde están las personas, sí, esas con las que comparto atascos por las mañanas, esas que respiran el mismo aire que yo, las mismas que veo corriendo detrás de un autobús o esperando bajo la lluvia cruzar un semáforo. ¿Dónde estáis?, ¿por qué me parecéis tan invisibles que dudo de vuestra existencia?, ¿o tal vez soy yo un espectro con apariencia de ser humano?
Cierro los ojos y siento miedo, de una manera sutil, una especie de congoja que me presiona la piel, como si de repente el aire fuese más denso y la tierra hubiese aumentado su gravedad un par de metros por segundo cuadrado. Me preocupo de cosas tan trascendentes que, comparadas con mi insignificancia, me hacen sentir pequeño, impotente y ridículo, pero ser consciente de ello no me ayuda, más bien todo lo contrario.
Hasta que se me pasa y viene la ira, un odio que me da miedo porque es asesino, tan feroz es que me hace sentir capaz de matar con mis propias manos, capaz de perdonar al que lo hiciese, de comprenderlo, de justificarlo. Es más, no entiendo por qué nadie lo hace y da el primer paso, se me hace muy difícil comprender por qué cada día un vengador justiciero no apalea hasta convertir en pulpa a un duque mangante y codicioso, al presidente de una patronal especialista en desviar dinero a paraísos fiscales, al consejero delegado de un banco que se lo llevó crudo sabiendo que era la ruina, a un ex presidente del gobierno con un sueldo vitalicio que se atreve a juzgar que nuestro sueldo de miseria es insostenible, a un político que se atreve a cancelar la tarjeta sanitaria de un parado.
De verdad que no lo entiendo, ¿tan cobardes somos?, ¿tanto han llegado a lavarnos el cerebro? ¿tan asustados estamos que lo asumimos como inevitable? Siento arcadas, sobre todo de su impunidad, de su desvergüenza, de su arrogancia, de su descaro. ¿Por qué lo toleramos?
No lo sé, y me doy mucho asco mientras que rumio desde mi sofá esta rabia, desde mi vida ficticia y acomodada que veo pender de un hilo, pero que aguanta mientras que la vida de otros ya se ha desmoronado. Gente que sufre porque está desamparada, porque tiene que buscar caridad en lo que por justicia era suyo y se lo han robado. Gente que se ha ido quedando por el camino como sacrificio humano de los codiciosos, que jugaba según las reglas que estos les marcaban, gente honesta que trabajaba bien y que pagaba sus impuestos religiosamente, que tenía su negocio y lo sacaba adelante con sangre, sudor y lágrimas, gente que puedes ser mañana tú, o yo, o tu madre, o tu hermano.
Estoy dispuesto a apretarme el cinturón por ellos, a compartir lo que pueda, a ser hasta el límite solidario, porque es de justicia, como dicen los que nunca tienen crisis, es justo y necesario. A eso estoy dispuesto. Pero a cambio quiero la cabeza de esa panda de golfos hijos de la grandísima puta, quiero verlos sufrir, quiero verlos acorralados, que no sepan donde meterse, que su descaro se transforme en miedo, que se sientan perseguidos y amenazados, que nadie los justifique, que nadie ponga en ellos falsas esperanzas porque su mundo putrefacto ha fracasado.
Hay que exterminarlos de raíz, con cualquier medio, como el tumor que son, y esperar que su estiércol sirva para que nazcan políticos decentes, de todos los colores, porque nos hacen mucha falta, periodistas que no vean peligrar su sueldo por contarnos la realidad, empresarios honestos que sean conscientes de su compromiso real con la sociedad, gente valiente que aporte sus ideas, trabajadores buenos y preparados.
Cada vez estoy más convencido que resignarse no es la solución. Desde mi frustración veo que nace un compromiso y yo cada vez me veo más comprometido con pequeñas cosas que si se multiplicasen por miles servirían de algo. Es algo que cada día crece un poco más y me da fuerzas para seguir sin hundirme, aunque sea por egoísmo, porque lo necesito para poder mirarme a la cara, para poder mirarte a la cara sin sentirme un puto gusano.