Una de las cosas cojonudas de ser faraón es que podías tener todos los nombres que te diera la gana, incluso si el que tenías no te gustaba lo cambiabas y te quedabas tan pancho. Por ejemplo, que no te gusta llamarte Robustiano, pues te lo cambias a Robustianamón y le cuentas a la gente que significa “robusto sea el ano del hombre que evacua en el nombre de Amón”, así de fácil. Akenatón antes se llamaba Amenofis IV, algo así como “Amón está satisfecho”, pero ese era solo uno de sus cinco nombres, otro de ellos era Kanajt Qayshuty, que venía a ser algo como “toro potente de Amón”, no le pegaba nada. Si algo bueno tenía Akenatón es que no iba de macho man, iba de sí mismo y por eso podemos dar fe mirando su iconografía de que tenía pinta de blandito. Al llamarse Akenatón, “agradable a Atón” o Meriatón, “amado de Atón”, lo dejaba claro.
Además, si algo tenía la religión egipcia hasta la época es que era un auténtico putiferio, montones de dioses cada uno con sus propias cosillas y con su propio clero. Akenatón, como buen Tebano, hubiera debido rendir culto a Amón, un dios raro al que llamaban “el oculto”, y no, juro por mi honor que ZP no es la reencarnación de Amón a pesar de que nadie sepa dónde se encuentra desde hace tiempo. Por eso todo valía, si la competencia achuchaba se podían fusionar dioses como Ra y Amón, dando lugar a Amón-Ra, mitad halcón y mitad carnero, porque esa era otra, se adoraba a cualquier cosa, era lo que había, lo mismo te arrodillabas delante de un chacal, que de una vaca, que de un hipopótamo; con vestirles como para salir de domingo te quedaban de lo más presentable y apañado. Era un sinvivir, templo para aquí, templo para allá, todo el día picando piedra para hacer esculturas y jeroglíficos, y menos mal que los monjes vestían con dos collares y un taparrabos, que si no Zara se hubiera inventado en Egipto hace tres mil quinientos años.
Pero el caso es que había demasiados monjes y con demasiado poder, así que Akenatón usando el sucio y viejo truco de la conversión decidió sacarles el dedo corazón a todos y hacerse seguidor en el Nilebook de Atón, el disco solar, dejándoles con dos palmos de narices. Ellos se vengarían más tarde borrándole el perfil y la cuenta de correo, pero a Akenatón ya le dio igual porque estaba muerto. Para que corriese el aire y le dejasen hacer decidió pirarse de Tebas y fundar su propia capital, algo muy típico de los reyes de la antigüedad, una forma como otra cualquiera de reactivar el negocio del ladrillo y de hacerse eterno. Pero hay que pensarse bien dónde pone uno su capital, porque por mucho que trates de construirla anónimamente tarde o temprano se van a acabar enterando de su paradero los monjes de Amón o lo que es infinitamente peor, tu suegra, en Egipto es fácil, tienes el Nilo infestado de cocodrilos para que te saquen del apuro librándote de ella, pero aquí ¿dónde montas el chiringuito?, ¿cerca de Doñana?, pues lo tienes claro, acabas en la cárcel o en el destierro por una denuncia de Green Peace por tratar de envenenar a las garzas y a las culebras.
Al final, él se instaló en Amarna, un desolado rincón del desierto entre Menfis y Tebás, desde allí prohibió todos los cultos, menos el de Atón, claro, y se hizo nombrar único representante del dios en la tierra, algo así como el Papa pero con un gorro mucho más chulo y sin aguantar al clero. Eso le hizo muy poderoso pero no muy popular, porque cuando llevas miles de años adorando a un gato y a un buitre necesitas seguir haciéndolo, la nueva religión era demasiado conceptual para un pueblo acostumbrado a sus imágenes, ¿qué haríamos nosotros sin nuestro Jesús del Gran Poder y sin el Cristo de los Gitanos?, yo no quiero ni pensarlo. El resultado fue que, entre confabulaciones y enfermedades, ni Akenatón ni el cisma duraron mucho tiempo. Akenatón tiene pinta de haber sido un político hábil pero para nada un buen guerrero, por eso, y ya que dominaba un imperio con posesiones en Egipto, Libia y oriente medio, decidió no complicarse la vida y mantener el statu quo a base de firmar tratados de paz y de calmar a los posibles enemigos con dinero.
No le fue del todo mal, hasta que se encontró con un enemigo inesperado, la peste. La peste asoló Amarna y de paso se llevó por delante, casi con seguridad, a su madre, a la gran esposa real, Nefertiti, y a cuatro de sus hijas, evidentemente no se sabe qué enfermedad asoló la nueva capital, pero lo que sí se sabe es que faltó el tiempo para afirmar que la enfermedad era un castigo que habían enviado el halcón, la vaca, el hipopótamo y el carnero. Aunque las bodas entre padres e hijos no eran lo más habitual, a Akenatón se le piró un poco la cabeza y se casó con su hija, Meritatón haciéndola Gran Esposa Real, posiblemente en un intento de mantener el poder, ya que los derechos sobre el trono se transmitían por línea materna, incluso tuvo una hija con ella. Poco tiempo antes de morir hizo corregente a Semenejkara, del que casi nada se sabe y que le sucedería como faraón, como ya he dicho que Akenatón era un tío majo le cedió a Meritatón como esposa y se casó con otras de sus hijas de la que también tuvo descendencia Anjesenpaatón. Un horror, pero si eso lo pilla telecirco le da el culebrón para rellenar la parrilla de varios años, en fin, la vida era así de curiosa junto al Nilo, peor que un culebrón caribeño.
Akenatón murió en el año 17 de su reinado, siendo un treintañero. Le sucedió Semenejkara, que no duró ni un par de crecidas del Nilo, al cual sucedió un tal Tutankatón, un faraón niño al que los monjes comieron la oreja y volvió al redil del carnero; se cambió el nombre y por Tutankamón, le conocemos. Los monjes tebanos, que eran unos rencorosos, hicieron borrar todo rastro del paso de Akenatón por este mundo, pero afortunadamente algo nos ha llegado, nosotros le conocemos por el faraón hereje, el único faraón monoteista, una anécdota curiosa de la historia que seguro que no gustó mucho a Osiris, dios de los muertos. Imagino que le hizo un corte de mangas al encontrarle y le mando a tomar el sol fuera de su reino eterno.