Belén, una noche de invierno, cerca de un portal
Una pareja venida de Galilea trata de refugiarse del frío junto con su bebé recién nacido en un pesebre, una mula y un buey completan la bucólica escena. Se ha corrido el rumor por toda Judea de que ese niño es el mesías al ver una estrella aparecer junto al sol naciente, eso al menos afirman los tres reyes magos que a lomos de sus camellos han peregrinado desde oriente. Atraídos por la buena nueva pastores, campesinos y artesanos se agolpan en los alrededores del portal.
Todo es paz y felicidad junto al nacimiento, solo se escuchan los cantos pastoriles, los balidos de las cabras y el runrún de un arroyo de aguas claras en las que morenas lavanderas hacen la colada. Pero de repente algo cambia, gritos de pavor se elevan al cielo por doquier, las cabras huyen despavoridas, los pastores reclaman auxilio a la legión romana acuartelada en la ciudad, las lavanderas se lanzan sin pensárselo al río, ¿qué ha podido suceder para que tal apocalipsis se apodere del paisaje?
La respuesta se hace evidente cuando un claro se hace en mitad de la pradera. Tres extraños guerreros, entre furiosos y desconcertados, se alzan majestuosos sobre una pila de pastores y campesinos mutilados. Nadie ha visto nada parecido, su aspecto es desconocido para todos, así como sus ropajes y su colorido, son la viva estampa de la desolación. No van armados pero han utilizado sus propios brazos para sembrar el terror, ante su fuerza sobrehumana los pocos que se han atrevido a hacerles frente han sido descuartizados.
A lo lejos comienza a verse la polvareda que, inconfundiblemente, solo puede levantar la infantería romana. La guarnición de Belén ha salido a campo abierto para comprobar que hay de cierto en el inverosímil relato que algunos pastores catatónicos, al llegar al campamento, han narrado al legado. Son 500 de los peores soldados de la infantería auxiliar que han sido destinados a mantener la seguridad allí donde nunca pasa nada. La vida sedentaria y el vino abundante les ha hecho gordos y perezosos, demasiado para afrontar con cierta garantía el peligro que se les viene encima. Pero ellos todavía no son conscientes del peligro que corren sus miserables vidas.
El legado, prudentemente, les ha hecho avanzar en formación cerrada y con las jabalinas en la mano, no quiere sorpresas, máxime cuando un reguero de cadáveres y destrucción se va mostrando a su paso. Piensa en chacales, en hienas, tal vez en algún león que presa del hambre se ha atrevido a internarse en la ciudad, desde luego lo último que podía imaginar era la visión de tres enormes guerreros de más de dos metros y el cuerpo azulado. Sin dudarlo manda lanzar las jabalinas, pero apenas una docena alcanzan su objetivo, y de éstas no más de cuatro o cinco consiguen realizar algún daño. Se promete que si salen de ésta con vida les tendrá un año lanzando jabalinas a un saco.
Los guerreros no rehuyen el combate y con ferocidad atacan a los legionarios que por docenas son desmembrados. Pero el cansancio y la desigualdad numérica poco a poco hacen mella en los guerreros, igualándose de esa manera el combate. Una lluvia de mamporros, espadazos y hasta de escupitajos cae sobre los majestuosos guerreros que, tras matar un par de cientos de romanos, hincan la rodilla exhaustos. La primera intención del legado es hacerles matar allí mismo, la segunda llevárselos al gobernador, pero en su cabeza se enciende una luz, no los llevará al gobernador, esa rata decadente que le tiene muerto de asco en ese rincón del inframundo, no, se los llevará al rey Herodes, está seguro de que bajo el favor de Herodes, enemigo inconfeso del gobernador, pronto volará más alto.
Jerusalén, palacio de Herodes, poco antes del anochecer
Un guardia entra corriendo en los aposentos del rey que, ensimismado, se arranca con la precisión de un arquero nubio los pelos de la nariz, el guardia tiene la cara desencajada y la sangre helada en sus venas, no puede apartar de su mente la horrible visión de los horribles monstruos que han llegado al palacio como venidos del Hades, sin duda los dioses les han castigado.
- Majestad, los prisioneros capturados en Belén acaban de llegar, parecen muy peligrosos, los romanos han perdido a cientos de sus mejores soldados antes de ser capaces de cubrirlos con cadenas. Estos guerreros son de una fiereza y un aspecto desconocido hasta ahora, o los dioses se vengan de nosotros o es algún sucio truco de los narizotas para amedrentarnos.
- Los romanos pagan tu rancho y esta bonita corona, harías bien en contener más tu sucia lengua si es que quieres seguir luciendo sobre el cuello esa estúpida cabeza, ¡pasad a los prisioneros! - dice orgullosamente Herodes – ya veremos si es tan fiero el león como lo pintan.
El ruido de las cadenas al arrastrarse contra el suelo de piedra inunda poco a poco la habitación, unas sombras proyectadas por la luz de las antorchas irrumpen en la sala, tras ellas unos furiosos guerreros hacen acto de presencia, Herodes les mira con el rostro desencajado, no, esto no puede ser obra de los romanos, admite en su interior, es cosa del más allá, los dioses romanos se deben haber vuelto locos, o el dios de los judíos, igual le da, una cosa es esperar al mesías y otra a estos esperpénticos combatientes. Armándose de valor pregunta:
- ¿Tenéis que ver algo con la estrella que surca el cielo de oriente a poniente, esclavos? – ruge el rey Herodes tratando de disimular el miedo que le invade por dentro – ¡ya tengo bastante con lidiar con los tres reyezuelos venidos del este y su pléyade de seguidores!, está Belén mas concurrido que el oráculo de Delfos.
- Ciertamente hemos visto a la estrella y a los reyes que nombráis – dice con voz de ultratumba el que parece ser el líder de todos ellos – es más, al vernos llegar los camellos han corrido despavoridos atropellando a su paso pastores, ovejas y algún que otro carnero, al resto nosotros mismos los hemos despachado. Sin embargo nada tenemos en común con ellos.
- ¿Pero entonces quiénes sois?, ¿de dónde venís?, ¿acaso sois idumeos, asmoneos, nabateos, hebreos, macabeos o filisteos? – pregunta Herodes con perplejidad.
- No conocemos ninguno de esos pueblos, nosotros somos los invencibles señores de la naturaleza, nuestro pueblo es el del mar, mi nombre es Nobilmantis, señor de los mares, ellos son Medusantica y Tantartica, venimos de una isla lejana, pero no sabemos muy bien cómo hemos llegado hasta este reino.
Herodes se mesa las barbas con preocupación, ha escuchado las leyendas que hablan de la invasión de los pueblos del mar y de cómo arrasaron todo a su paso, no, no puede haber piedad para ellos, no pueden volver a su patria y volver con refuerzos, jamás nadie podrá amenazar los tesoros que se ocultan en el templo del rey Salomón, la decisión es clara, no volverán a ver la luz del sol.
- Llevadlos a las mazmorras y ejecutadlos al amanecer – sentencia Herodes – que sus cuerpos se pudran al sol donde todos los vean, que sirvan de ejemplo a dioses y mortales, que hasta los romanos teman el poder de mi cetro.
Los soldados atemorizados no dudan en seguir las órdenes del títere rey romano, llevan a las profundidades de palacio a los prisioneros que nunca más volverán a ver la luz del sol, tampoco el legado romano.
Alcorcón, finales de diciembre, casa de Dani un domingo por la mañana
Dani, volvió la vista de nuevo al portal, había quedado churuli, churuli, mejor que ningún año, lo tenía clarísimo, los mayores no tienen ni idea de cómo decorar un Belén. Mira satisfecho al niño Jesús durmiendo plácidamente en su pesebre, al burro y a la mula que yacen victima de un infarto con las piernas hacia arriba, los reyes magos sin camellos amontonados junto a los pajes, las ovejas y cabras desperdigadas por el belén, el parqué y la alfombra, los pastores desmembrados, las lavanderas caídas en el río y la mayoría de los soldados romanos descuartizados.
De repente escucha la voz de su madre llamándole desde la cocina:
- Daniel, ¿se puede saber qué estás haciendo tan calladito?, miedo me das cuando no te siento hacer ruido – afirma su madre con la seguridad que solo puede nacer de la experiencia - ¿no me estarás liando alguna?, ¡que te conozco!
- No mamá – miente Daniel – solo estoy ayudándote a decorar el belén, ahora está mucho más bonito que antes.
La madre de Daniel, asustada, deja de limpiar las plumas del pollo que hará en pepitoria para almorzar y corre al salón sabiendo que algo malo, muy malo, acaba de pasar. Sus peores temores se confirman cuando llega delante del portal y ante sus ojos se presenta el escenario de una brutal batalla. El paisaje es desolador, trozos de musgo cuelgan del equipo de música, el falso río ha cambiado su cauce y ahora transcurre por la alfombra, el perro mordisquea tranquilamente las patas de los pastores, pero no es lo peor, ni mucho menos, cuando mira el portal ve algo que la deja patidifusa, no le salen ni las palabras del cuerpo y a duras penas consigue exclamar:
- ¡Daniel!, ¡¡¡¿Qué hacen esos Gormitis crucificados en el portal de Belén?!!! - pregunta dando un alarido que retumba a varias manzanas a la redonda.
- Nada mamá, los Gormitis han sido muy malos y el señor de la barba les ha castigado.
Mientras que respira hondo, conteniendo las ganas de asesinarlo, piensa en que a lo mejor no era mala idea lo de apuntar a Daniel a clases de religión, ya es el segundo año consecutivo que confunde la navidad con la semana santa.