Por un plato de lentejas le vendió
Esaú a su hermano Jacob parte de su porvenir, por un plato de
lentejas Jacob estaba dispuesto a aprovecharse de su hermano, es una
historia estupenda, como casi todas las del Antiguo Testamento. Una
historia que nos habla de lo que seríamos capaces de hacer cuando lo
que está en juego es la propia supervivencia, porque Esaú renunció
a lo que por derecho era suyo simplemente por sobrevivir otro día,
porque de nada le servía lo material si estaba muerto y ese plato de
lentejas representaba seguir viviendo. Una historia que también nos
habla de lo mezquino que es el ser humano, de cómo alguien puede
aprovecharse de la necesidad ajena en su propio beneficio, un
beneficio puramente material, incluso si la persona que te pide ayuda
es tu propio hermano.
Es escalofriante ver como varios
milenios después algunos seguimos peleándonos y vendiéndonos por
ese plato de lentejas, un plato de lentejas para nosotros y no por un
puchero del que todos podamos comer; y es más que triste observar
como algunos nos indignamos al ver como otros tratan de defender su
supervivencia con todos los medios que tienen a su alcance, aunque
temporalmente nos causen un perjuicio que está a años luz de su
sufrimiento.
Porque además ellos no son los
culpables, a pesar de que muchos los señalen con el dedo para que no
se vea la propia porquería del acusador, utilizando todos los medios
que tienen los poderosos a su alcance, mintiendo, manipulando y
dividiendo todo lo que pueden a una sociedad dormida, tanto que casi
sin darnos cuenta igualamos a víctimas y verdugos, al que pelea para
no perder su piso y al que pelea para poder comprarse una casa de
lujo en La Moraleja. Y lo consiguen.
Por eso el problema es que ya no los
vemos como unos de los nuestros, el problema es que nos parece
secundario lo que ellos van a padecer cuando lo comparamos con
nuestro bienestar inmediato, el problema es que a algunos todo se lo
perdonamos y consentimos, incluso cuando nos hacen comulgar con
ruedas de molino, y a otros, que suelen ser los más débiles, los
más castigados y los más indefensos, les exigimos un comportamiento
intachable aún cuando lo que se están jugando son sus lentejas y
las de sus hijos, un comportamiento, por cierto, que la mayoría no
nos exigimos ni para nosotros mismos.
Y es de estar muy ciego no comprender
que su lucha es la nuestra, que cuando ellos caigan no quedará más
que desierto, un desierto en el que los trenes pasarán cada vez más
tarde, peor mantenidos y oliendo a perros muertos, un desierto lleno
de bolsas de basura recogidas en días alternos, un desierto en el
que miles de muertos en vida harán cola esperando una operación que
llegue antes de que sus huesos sean descarnados por los buitres, un
desierto lleno de niños maleducados y medio analfabetos.