Ésta no pretende ser una historia de vencedores y vencidos, no pretende desenterrar sentimientos causados por algo que sucedió hace muchos años, aunque no demasiados, hechos que yo no viví en primera persona aunque si pude escucharlos relatados directamente por labios que si los vivieron, por no pretender no pretende ni ser una historia de política, ni de sindicalismo, aunque, evidentemente, va de eso.
Como ya me he cansado de repetir mil veces, mis genes son heredados de los que nada tuvieron; por un lado de los que no tuvieron nunca nada y punto pelota, gente humilde, gente de campo, por el otro de los que teniendo mucho lo perdieron todo y además fueron humillados. Así es la vida y a mí ya me da igual, ha pasado tanto tiempo que los que lo vivieron ya no están y los que lo sufrieron han cerrado sus heridas, así deben quedar, cerradas, pero con dignidad. Nosotros, nietos y bisnietos, no tenemos ya de qué quejarnos porque lo hemos tenido todo, y no me refiero solo a un estómago que no conoce el hambre o a unos pies que siempre han estado bien calzados, no, me refiero a algo mucho más importante, hemos tenido libertad y sobre todo hemos vivido en paz y no tenemos miedo. Así crecí, sin miedo y sin ser consciente de todo esto que escribo, en mi barrio del otro lado de la vía viendo pasar los trenes de cercanías llenos de currantes camino de Aluche, mi padre, que siempre tomaba el primer tren de las 5:50 de la mañana, era uno de ellos, ha llovido mucho.
De entre los recuerdos de aquel tiempo no puedo, ni quiero, ni podré olvidar nunca unas siglas que no llegaba a entender, ni por su ortografía, llena de ces y de oes superfluas, ni por su significado, CCOO. Las Comisiones Obreras de las que mi padre era orgulloso afiliado, y no uno más, porque nunca se hubiera conformado con eso, él era un militante activo, sin más recompensa a su esfuerzo que los sinsabores, las decepciones y las broncas con mi madre, sin ganar nunca nada a cambio, como debe ser, de una casta de sindicalistas que parece desaparecida, de la que comenzó pagando sus veinticinco pesetas clandestinas a cambio de un sello en un carnet sin nombre ni rostro, un carnet cuya posesión podía ser un boleto ganador para recibir una buena manita de hostias y pasar una temporada en el calabozo. En el 75, y bastante antes, mi padre era de comisiones, tenía dos hijos y a penas 28 años, por eso se me cae la cara de vergüenza por mis miedos y mi sumisión, por lo que a veces pienso y por lo que muchas más veces callo.
Mi padre pertenecía a la Federación de Actividades Diversas, curioso nombre, y era secretario del comité de su empresa. Muchos, con la boca ligera, acusan a los sindicalistas de estómagos agradecidos y de vagos, de todo habrá, no digo que no, pero generalizar y hacerle el caldo gordo a quien no teme más que por su poltrona me parece ignominioso. Recuerdo que nosotros, muchos años antes de conocer la palabra impresora, teníamos una máquina de escribir, era horrible, las pasaba canutas para cambiarle la cinta, para justificar los textos, para borrar las erratas a base de retroceder e introducir entre la cinta y el papel una tira de tipex blanco. Con esa máquina ayudaba a mi padre a pasar a limpio sus actas de reunión y sus cartas dirigidas a la dirección de la empresa, siempre en dos copias que hacíamos con papel de calco. Dándole a las teclas me di cuenta de que la vida era jodida, por lo menos para nosotros que no siendo pobres de pedir, como la demagoga lideresa, no nos sobraba de nada, dándole a las teclas aprendí lo que era la explotación pura y dura, el acoso laboral, mucho antes de que como gilipollas le llamáramos mobbing, el despido improcedente, la conciliación laboral y la magistratura de trabajo.
Era gente dura de pelar, que no se amedrentaba por casi nada, hecha a si misma, que sobrevivían a base de puros huevos a huelgas que podían durar semanas, que ayudaban con lo que podían a un compañero despedido improcedentemente hasta que normalmente era readmitido tras pasar unos meses sin un sueldo con el que hacer frente a los gastos, en nuestras carnes lo sufrimos, gente que no se dejaba comprar por un variable, un ascenso de mierda o un puestecillo de encargado. Tenían ideales y lucharon por ellos, pero han sido muy mal recompensados, Son los grandes olvidados de aquel tiempo, y también los grandes engañados, bueno, más que engañados realmente traicionados. Traicionados por un gobierno que entonces se llamaba de izquierdas y que rápidamente cambió la chaqueta de pana por corbatas de seda y viajes en avión privado, traicionados por un partido comunista que se acomodó al sistema demasiado rápido y traicionados por sus propios dirigentes que bajo el disfraz de la renovación se vendieron por cuatro subvenciones, tres locales y algún que otro cargo. Siento vergüenza ajena cuando veo a un ex secretario general de comisiones no presentar su dimisión como parlamentario “socialista” ante la reforma laboral que nos han colado.
Son viejos dinosaurios que se dejaron la piel para conseguir vivir un país más justo y solidario, victimas del bipartidismo, del pensamiento único, de la globalización y de los mercados. Ya no están de moda, claro, porque ya no existen explotadores y explotados, porque ya no existen especuladores que provocan crisis económicas que pagan religiosamente las multinacionales y los bancos, pobrecitos ellos, porque no existen contratos basura y nadie hace horas extras no remuneradas por el miedo a ser despedido, no existen ni la corrupción ni los paraísos fiscales, los servicios públicos son divinos, las pensiones están aseguradas y podremos entretenernos trabajando hasta los 70 años, si es que llegamos. Todo es idílico y además tenemos que dar gracias al todopoderoso por tener, y conservar, un puesto de trabajo, ahora los buenos son los empresarios que altruista y desinteresadamente nos hacen el favor de darnos trabajo.
España ha cambiado mucho desde entonces, puede que ahora seamos más ricos en lo material, pero somos infinitamente más pobres en valores, unos valores que a mí me enseñaron bien, curiosamente los principales eran el esfuerzo y el trabajo, porque para poder llevar a gala su condición obrera tenían muy claro que primero había que hincar el lomo y trabajar mucho. Eran grandes profesionales que no concebían un insulto mayor que el de ser llamados vagos, y es que a fin de cuentas casi todos, para subsistir, habían empezado a trabajar a los 13 o 14 años, por experiencia no sería. Evidentemente no tenían estudios superiores y, por eso precisamente, educaron a sus hijos grabándoles a sangre y fuego la importancia de tenerlos, porque no eran ignorantes, simplemente no habían tenido las oportunidades que otros tenemos. Además, nos enseñaron a escuchar a los que piensan diferente, sin tratar de imponernos tampoco su ideario, pero dejando en nosotros un poso de sensibilidad, una cierta conciencia de clase que desprecia lo material, que no justifica los medios por muy bueno que sea el fin, capaz de la autocrítica y de no comulgar con ruedas de molino solo porque el molinero es del partido al que votamos.
Estos días me he acordado de aquel tiempo por la muerte de Marcelino Camacho, un ejemplo de entrega y lucha, una de esas personas de las que no podemos prescindir, pensemos como él pensaba o no, un referente para mucha gente, como mi padre, que tuvo la suerte de conocerle en persona, como yo, que tuve la suerte de que mi padre me lo presentara en la famosa huelga general del 14D, yo tenía 15 años. Nunca olvidaré ese día en el que vestidos con unos petos de seguridad interna íbamos abriendo el camino de cientos de miles de personas, justo delante de la cabecera, de tal forma que con solo girar la vista podía ver a Julio Anguita, Nicolás Redondo, al renegado de Antonio Gutiérrez o al propio Camacho. Ese día le dieron por donde amargan los pepinos al felipismo y a su plan de empleo juvenil, tenían redaños para hacerlo. Por eso, y por más cosas, cuentan con toda mi admiración y respeto, aunque no comulgo con sus ideas comunistas ni se me ocurriría llamar a nadie camarada mientras canto la internacional con el puño en alto.
5 comentarios:
Pues bien merecido el homenaje a todos esos desengañados.
Ahora, Nicolás Redondo...
Nicolas Redondo comparado con lo que le ha venido detrás era una máquina de matar, aunque admito que no es santo de mi devoción
Los que hacen las cosas porque sí, porque entienden lo que pasa y quiénes son sus compañeros, no pidieron ni piden nada.
Pero les gustará un homenaje como este. (No sé si tu padre vive y podrá leerlo).
Te aseguro, Juanjo, que sigue habiendo gente así, que da mucho de sí mismo y que si alguna vez se reparten cargos como cromos, se apartarán.
No me canso de repetir de que no importan los que nos representen (tan mal), porque la izquierda soy "yo", y ese "yo" no hace referencia a mi número de carné de identidad, sino a todo aquel que dice "yo". Y a nosotros, solo nostros nos representamos, aunque votemos (soy de los que no desperdician nada, ni siquiera un voto) a los que en cada momento más nos convenga.
Me has producido una gran emoción. La que me produce siempre quien dice ese "yo" y recuerda, con nobleza, a los que lo han dicho en tiempos muy difíciles.
Gracias NáN.
afortunadamente mi padre si vive, pero se me rompe el alma cuando veo lo desengañado que está de todo, a veces me cuesta reconocerle.
Y sin embargo, él, que es duro como el acero, no pudo evitar unas lágrimas cuando vimos el acto en homenaje a Marcelino. yo tampoco, pero más por verle a él llorar, me impresiona.
Esta gente era necesaria, y supongo que seguirán saliendo...o debieran, si la estupidez reinante y el conformismo no acaba con todos. Debemos un homenaje y una memoria de verdad para ellos, con su sacrificio vivimos libres y cómodos, y quizá no sabemos apreciar lo que tenemos. Yo tampoco concuerdo con todas sus ideas, pero era un hombre valiente y honrado.
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