Existe un mundo visible y un mundo invisible, aquí mismo, delante de nuestros limitados y atrofiados ojos. Existe un mundo de lo mínimo, de lo aparentemente insignificante, un mundo compuesto por trillones de seres invisibles que nos acompañan cada segundo, por fuera de nosotros, por dentro, por todos los lados, un mundo de diminutas partículas atómicas y subatómicas que solo a nosotros, que jugamos a ser dioses, nos interesa. Existe también un mundo de lo inalcanzable, de lo infinito, un mundo gigantesco, exorbitado, infinito, tanto que ni siquiera es un mundo y lo llamamos universo, cosmos o firmamento.
En medio de esos mundos, o formando parte de ellos, estamos nosotros, como meros actores interpretando un papel cuya transcendencia no acierto a entender. En nuestro afán por querer comprender todo, y no ser meros espectadores pasivos con los ojos vendados, construimos artefactos ópticos que nos ayudan a ver lo que sin ellos no nos atreveríamos ni a imaginar ni a creer, queremos observar lo que nunca llegaremos a alcanzar sin darnos cuenta que no es más que un truco de magia, una ilusión, tal vez necesaria, tal vez prescindible. Así utilizamos microscopios y telescopios cada vez más potentes, refractores, reflectores, fotónicos, electrónicos, radiactivos, en la tierra y en el espacio, tomamos imágenes sin parar de todo para maravillarnos de la sencillez de lo grandioso y la complejidad de lo insignificante, somos así, voyeurs infinitesimales de un eterno juego de dados.
Declaramos la guerra a diminutos entes y seres micrométricos a los que llamamos virus y bacterias, pequeños fragmentos de código genético a los que damos nombre y tratamos de poner forma. Unos y otros, celulares o no, habitan dentro de su microcosmos, inabordable para ellos, ignorantes de sus actos y de sus consecuencias, no tienen ni siquiera constancia de su propia existencia y les es indiferente si nos molestamos en observarlos, pero allí están, matándonos sistemáticamente como fríos psicópatas asesinos sin hacer de ello nada personal, como lo llevan haciendo millones y millones de años. Tantos años como los electrones llevan girando alrededor de un núcleo, eternamente, repitiendo las trayectorias de sus órbitas, tantos años como los neutrones llevan cortejando a los positrones, sin necesidad de ser acelerados, bombardear o ser bombardeados para curarnos un cáncer o por el contrario creárnoslo.
Miramos al universo sabiendo que allí ya no habitan los dioses, sin miedo, con curiosidad científica. Asistimos atónitos al baile de unas galaxias que hace miles de años que bailaron, y creemos que así aprendemos algo de un valor práctico inútil, pero que nos hace, a nuestros propios ojos, vivir la quimera de que nos pertenece, de que es nuestro y en cualquier momento podremos conquistarlo. Y no es así, jamás lo veremos, ni nosotros ni los que nos sigan, porque no quedan ya mundos por conquistar ni océanos por explorar, ya solo quedar selvas que arrasar y mares que contaminar. ¡Qué paradoja!, buscamos fuentes nuevas de vida sin respetar las que ya conocemos, agua en Marte mientras aquí la desperdiciamos, seres extraterrestres sin conocer a nuestros vecinos de rellano… pobres seres siderales si algún día tienen la mala suerte de encontrarnos, porque sí, en el despropósito de la vanidad albergamos la esperanza, teñida de miedo, de que van a ser otros los que van a venir a buscarnos.
Necesitamos saber, hacemos preguntas, buscamos respuestas, es la naturaleza del ser humano, no nos conformamos con ser, queremos saber el por qué de nuestra existencia, el motivo de ser diferentes, de ser capaces de sentir, imaginar, crear, tener mente, tal vez alma. Yo, que siempre me he sentido tan distante de toda esa clase de conocimiento, que nunca he creído en la existencia de un dios porque no lo he necesitado, comienzo a hacerme todo tipo de preguntas y a caer en la duda de si todo esto no debe ser premeditado. Todavía me resulta más fácil y lógico creer en la ciencia salpicada de unas gotitas de azar, porque el azar es parte del juego, pero noto que dentro de mí han germinado unas semillas que me plantean dudas. De momento las arranco como a la mala hierba pero cuanto menos comprendo más dudo y más vulnerable soy, como un mal jardinero sin ganas de seguir desbrozando.
Por eso ya no quiero comprender nada, solo quiero ver al sol amanecer mientras coquetas nubes presumidas aguardan su presencia encarnando sus mejillas del color de sus rayos, quiero sentir el frio del viento en la cara para que me despierte, para que se lleve lo malo, y quiero que ese segundo sea eterno, que nunca termine, que muera con él si no estoy soñando.
En medio de esos mundos, o formando parte de ellos, estamos nosotros, como meros actores interpretando un papel cuya transcendencia no acierto a entender. En nuestro afán por querer comprender todo, y no ser meros espectadores pasivos con los ojos vendados, construimos artefactos ópticos que nos ayudan a ver lo que sin ellos no nos atreveríamos ni a imaginar ni a creer, queremos observar lo que nunca llegaremos a alcanzar sin darnos cuenta que no es más que un truco de magia, una ilusión, tal vez necesaria, tal vez prescindible. Así utilizamos microscopios y telescopios cada vez más potentes, refractores, reflectores, fotónicos, electrónicos, radiactivos, en la tierra y en el espacio, tomamos imágenes sin parar de todo para maravillarnos de la sencillez de lo grandioso y la complejidad de lo insignificante, somos así, voyeurs infinitesimales de un eterno juego de dados.
Declaramos la guerra a diminutos entes y seres micrométricos a los que llamamos virus y bacterias, pequeños fragmentos de código genético a los que damos nombre y tratamos de poner forma. Unos y otros, celulares o no, habitan dentro de su microcosmos, inabordable para ellos, ignorantes de sus actos y de sus consecuencias, no tienen ni siquiera constancia de su propia existencia y les es indiferente si nos molestamos en observarlos, pero allí están, matándonos sistemáticamente como fríos psicópatas asesinos sin hacer de ello nada personal, como lo llevan haciendo millones y millones de años. Tantos años como los electrones llevan girando alrededor de un núcleo, eternamente, repitiendo las trayectorias de sus órbitas, tantos años como los neutrones llevan cortejando a los positrones, sin necesidad de ser acelerados, bombardear o ser bombardeados para curarnos un cáncer o por el contrario creárnoslo.
Miramos al universo sabiendo que allí ya no habitan los dioses, sin miedo, con curiosidad científica. Asistimos atónitos al baile de unas galaxias que hace miles de años que bailaron, y creemos que así aprendemos algo de un valor práctico inútil, pero que nos hace, a nuestros propios ojos, vivir la quimera de que nos pertenece, de que es nuestro y en cualquier momento podremos conquistarlo. Y no es así, jamás lo veremos, ni nosotros ni los que nos sigan, porque no quedan ya mundos por conquistar ni océanos por explorar, ya solo quedar selvas que arrasar y mares que contaminar. ¡Qué paradoja!, buscamos fuentes nuevas de vida sin respetar las que ya conocemos, agua en Marte mientras aquí la desperdiciamos, seres extraterrestres sin conocer a nuestros vecinos de rellano… pobres seres siderales si algún día tienen la mala suerte de encontrarnos, porque sí, en el despropósito de la vanidad albergamos la esperanza, teñida de miedo, de que van a ser otros los que van a venir a buscarnos.
Necesitamos saber, hacemos preguntas, buscamos respuestas, es la naturaleza del ser humano, no nos conformamos con ser, queremos saber el por qué de nuestra existencia, el motivo de ser diferentes, de ser capaces de sentir, imaginar, crear, tener mente, tal vez alma. Yo, que siempre me he sentido tan distante de toda esa clase de conocimiento, que nunca he creído en la existencia de un dios porque no lo he necesitado, comienzo a hacerme todo tipo de preguntas y a caer en la duda de si todo esto no debe ser premeditado. Todavía me resulta más fácil y lógico creer en la ciencia salpicada de unas gotitas de azar, porque el azar es parte del juego, pero noto que dentro de mí han germinado unas semillas que me plantean dudas. De momento las arranco como a la mala hierba pero cuanto menos comprendo más dudo y más vulnerable soy, como un mal jardinero sin ganas de seguir desbrozando.
Por eso ya no quiero comprender nada, solo quiero ver al sol amanecer mientras coquetas nubes presumidas aguardan su presencia encarnando sus mejillas del color de sus rayos, quiero sentir el frio del viento en la cara para que me despierte, para que se lleve lo malo, y quiero que ese segundo sea eterno, que nunca termine, que muera con él si no estoy soñando.
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